jueves, 29 de octubre de 2020

Abuela

ABUELA

STEPHEN KING

La madre de George fue hasta la puerta, vaciló un instante y volvió para acariciarle el pelo.

No quiero que te preocupes dijo. No te pasará nada. Y a Abuela, tampoco.

Claro que no me pasará nada. Dile a Buddy que se lo tome con filosofía.

¿Cómo?

George sonrió.

Que esté tranquilo.

Ah, qué gracioso sonrió también, con una sonrisa distraída, como si no sonriera a nadie en particular. George, ¿estás seguro...? Todo saldrá bien.

-¿Estás seguro de qué? ¿Estás seguro de que no te asusta quedarte a solas con Abuela? ¿Qué es lo que iba a preguntar?-

Si era eso, la respuesta era no. Después de todo, ya no tenía seis años, como cuando llegaron de Maine para cuidar a Abuela y gritó de terror cuando ésta le tendió sus enormes brazos desde aquel sillón de vinilo blanco que olía siempre a huevos pasados por agua y aquel polvo dulzón que Mami le ponía en la piel. Abuela abría sus blancos brazos para estrecharlo contra su inmenso cuerpo de elefante.

A Buddy ya le había tocado el turno, se había dejado engullir por el ciego abrazo de Abuela y había salido con vida de la experiencia... pero Buddy tenía dos años más que él.

Ahora Buddy estaba ingresado en el Hospital CMG de Lewiston, con una pierna rota.

¿Tienes el número del médico, por si pasara algo? Que no pasará,

¿verdad? Verdad contestó George, sonriente, tragando con la garganta seca.

¿Resultaba natural su sonrisa? Seguro, seguro que sí. Además, ya no le temía a Abuela. Después de todo, ya no tenía seis años. Mami se iba al hospital para ver a Buddy y él se quedaba y «se lo tomaba con filosofía». No había problema en pasar algún tiempo a solas con Abuela.

Mami fue hasta la puerta por segunda vez, dudó nuevamente y retrocedió una vez más, con aquella sonrisa dirigida a nadie en particular.


Si se despierta y te pide la infusión...


Ya sé contestó George, vislumbrando la preocupación de Mami y su aprensión, bajo aquella sonrisa distraída. Estaba preocupada por Buddy, Buddy y su estúpida Liga Pony. El entrenador había llamado diciendo que Buddy se había hecho daño durante un partido en el gimnasio. George se acababa de enterar de la noticia. Había vuelto de la escuela y estaba engullendo una galleta y un vaso de leche con cacao, cuando oyó a su madre al teléfono con voz entrecortada:


¿Herido? ¿Buddy? ¿Muy grave?


Ya sé lo que tiene Buddy, Mami. Es muy fácil. Se llama transpiración negativa. Anda, vete.


Sé buen chico, George y no te asustes. Abuela ya no te asusta, ¿verdad? George carraspeó, sonriendo. Le gustó su propia sonrisa, la sonrisa de un chico que «se lo tomaba con filosofía», la sonrisa de un chico que lo entendía todo, la sonrisa de un chico que había dejado atrás los seis años definitivamente. Tragó saliva. Era una gran sonrisa, pero, un poco más allá, en la oscuridad, sentía la garganta muy seca, como forrada de algodón.


Dile a Buddy que siento que se haya roto la pierna.


De tu parte contestó Mami y se dirigió hacia la puerta de nuevo. 


El sol de las cuatro de la tarde entró en un haz oblicuo por la ventana.


Gracias a Dios, suscribimos el seguro de deportes, Georgie.


Porque no sé qué hubiéramos hecho ahora sin él.


Dile que confío en que le haya dado una buena tunda a ese imbécil.


Mami volvió a sonreír, distraída, una mujer de más de cincuenta años, con dos hijos pequeños, uno de trece, otro de once, y sin marido.


Finalmente, Mami abrió la puerta y un fresco susurro de octubre se coló en la casa.


Y recuerda, el doctor Arlinder...


Sí, Mami dijo George. Será mejor que te vayas; si no, llegarás cuando ya le hayan puesto el yeso.


Seguramente Abuela dormirá todo el tiempoañadió Mami. Te quiero,

Georgie, eres un buen hijo y cerró la puerta.


George fue hasta la ventana y vio cómo Mami se acercaba a toda prisa al viejo Dogde del 69, que gastaba demasiada gasolina y demasiado aceite, mientras hurgaba en el bolso en busca de las llaves.


Ahora, ya fuera de la casa y sin saber que George la observaba, la sonrisa distraída se esfumó y sólo quedó una mujer distraída... distraída y preocupada por Buddy. George estaba preocupado por ella. En cambio, Buddy no le inspiraba exactamente lo mismo. Buddy, que se divertía siempre tirándolo al suelo y sentándose encima, aplastándole los hombros con las rodillas, mientras le golpeaba con una cuchara en la frente hasta volverlo loco. Buddy llamaba a aquel estúpido juego la    Cuchara de la Tortura del Bárbaro Chino y se reía como un endemoniado hasta hacer llorar a George. Buddy, que otras veces se divertía aplicándole la Quemadura de la Cuerda India tan fuerte que el brazo de George se llenaba de minúsculas gotitas de sangre en los poros, como el rocío en la hierba al amanecer.


Buddy, que una noche había escuchado con tanto interés que a George le gustaba Heather MacArdle, y al que en la mañana siguiente le faltó tiempo para correr por todo el patio de la escuela a la hora del recreo, gritando:


¡HEATHER Y GEORGE ESTÁN EN LA COLA, DÁNDOSE BESOS TODA LA NOCHE, PRIMERO EL AMOR, LUEGO LA BODA Y AL FINAL UN NIÑO EN UN CARRICOCHE!, como una locomotora a toda marcha.


Sabía que una pierna rota no duraba toda la vida, pero también que Buddy le dejaría en paz al menos, mientras aquello durase. A ver si ahora me vas a dar con la Cuchara de la Tortura del Bárbaro Chino con la pierna enyesada, Buddy. Claro que sí, chaval, te voy a dar con ella CADA DÍA.


El Dodge retrocedió hasta la carretera, mientras su madre miraba a ambos lados, aunque no había tráfico, porque nunca pasaba nadie por allí. Tenía que recorrer dos kilómetros entre cercas y hondonadas hasta encontrar la carretera principal y, después, diecinueve kilómetros hasta Lewiston.


El coche arrancó y se alejó por el camino, levantando una nube de polvo en el aire brillante de la tarde de octubre.


Se quedó solo en la casa.


Con Abuela.


Tragó saliva.


¡Ja! ¡Transpiración negativa! Tienes que tomártelo con filosofía, ¿verdad?


Verdad dijo George en voz baja, y cruzó la cocina, bañada por el sol.


Era un chico bien parecido, pelirrojo, con pecas y un reflejo de buen humor en los ojos de un gris oscuro.


Buddy había sufrido el accidente mientras jugaba con su equipo en los campeonatos del 5 de octubre. El equipo de George, los Tigres, de la Liga Pee Wee, había perdido el primer día, hacía dos semanas («¡Vaya puñado de tontos!», había exclamado Buddy, exultante, cuando George salió casi sollozando del campo. «¡Vaya puñado de MARIQUITAS!»)... y ahora Buddy se había roto la pierna. Si no fuera porque su madre estaba tan preocupada y tan asustada, se hubiera alegrado.


Había un teléfono en la pared y, junto a él, un tablero para tomar notas y un lápiz borrable. En el ángulo superior del tablero se veía una Abuela campesina, dicharachera y alegre, con las mejillas sonrosadas, el pelo blanco recogido en un moño, y apuntando el centro del tablero con el índice. De su boca salía una nube, como las de las tiras cómicas, en la que se leía: «¡RECUERDA, HIJO!». Era un dibujo muy divertido. En el tablero, con la penosa caligrafía de su madre, Dr. Arlinder, 681 - 4330. No es que Mami hubiera apuntado el número precisamente hoy por lo de Buddy. Llevaba allí más de tres semanas, desde el comienzo de los ataques de Abuela.


George descolgó el teléfono.


«... así que le dije, dije, Mabel, si te trata de esa manera... »

Volvió a colgar el teléfono. Era Henrietta Dodd. Henrietta se pasaba la vida al teléfono y, si era por la tarde, siempre tenía puesta la televisión como fondo. Una noche en que Mami estaba tomando un vaso de vino con Abuela (desde la reaparición de los ataques, el doctor Arlinder ordenó que no tomara vino en la cena... así que Mami dejó de beber también, cosa que George sentía, porque cuando Mami bebía se reía mucho y les contaba historias de cuando era joven), Mami dijo que cada vez que Henrietta abría la boca, sacaba hasta las tripas. Buddy y George se rieron como salvajes y Mami se tapó la boca y dijo: «No le digáis NUNCA a nadie lo que acabo de decir» y se echó a reír también.


Acabaron los tres riéndose a carcajadas en la mesa y el escándalo fue tal que Abuela se despertó y empezó a gritar: «¡Ruth! ¡Ruth! ¡RUUUUUUTH!» con aquella voz quejumbrosa y aguda, y Mami dejó de reír y fue a ver qué quería inmediatamente.


Por él, Henrietta Dodd podía hablar todo el día y toda la noche. Lo único que le importaba era saber que el teléfono funcionaba, porque hacía dos semanas había habido un vendaval y desde entonces, el teléfono iba y venía como le daba la gana.


Se sorprendió a sí mismo contemplando el dibujo de la Abuela del tablero y preguntándose cómo sería tener una Abuela como  aquélla. Su Abuela era enorme, gorda y ciega. Además, la hipertensión había acentuado su senilidad. A veces, cuando tenía uno de sus ataques, sacaba el Tártaro, como decía su madre. Llamaba a gente que nadie conocía, mantenía extrañas conversaciones que no tenían ningún sentido y farfullaba extrañas palabras que no significaban nada. Una de esas veces, Mami se puso blanca como la nieve y le dijo que se callara, que se callara, ¡QUE SE CALLARA! George se acordaba muy bien, no sólo porque era la primera vez que veía a Mami gritarle a la Abuela, sino porque al día siguiente se enteraron de que habían saqueado el cementerio de los Abedules de Maple Sugar, volcando varias lápidas, arrancando de cuajo las puertas de hierro del siglo diecinueve y abriendo una o dos tumbas. Profanado era la palabra que usó el señor Burdon, el director, cuando llamó a asamblea a todos los cursos y les dio una conferencia sobre Conducta Perniciosa y sobre cómo algunas cosas Merecían Castigo. Aquella noche, al volver a casa, George le preguntó a Buddy qué quería decir profanado y Buddy dijo que significaba abrir tumbas y mearse en los ataúdes, pero George no se lo creyó... hasta que se hizo de noche. Y vino la oscuridad.


Abuela hacía mucho ruido cuando tenía uno de sus ataques, pero la mayoría de las veces seguía en la cama en la que estaba postrada desde hacía tres años, un fardo con pantalones de goma y pañales bajo el camisón de franela, la cara surcada por grietas y arrugas, los ojos vacíos y ciegos... con pupilas de un azul desvaído flotando en una córnea amarillenta.


Al principio, Abuela veía bastante bien. Pero poco a poco se fue  quedando ciega. Necesitaba siempre una persona que la ayudara a arrastrarse desde su sillón de vinilo blanco con-olor-de-huevos-y-polvos-de-talco. En aquel tiempo, hacía unos cinco años, Abuela pesaba bastante más de cien kilos.


«Pero ahora no tengo miedo se dijo, cruzando la cocina. Ni una chispa. No es más que una vieja con ataques de vez en cuando.»


Llenó de agua la tetera y la puso a calentar. Tomó una taza y puso dentro una bolsita con hierbas especiales para la Abuela, por si se despertaba. Tenía la loca esperanza de que eso no ocurriese, porque no le quedaría más remedio que ir hasta su dormitorio, elevar la cabecera de su cama de hospital y sentarse junto a ella, dándole su infusión sorbo a sorbo, contemplando cómo aquella boca desdentada doblaba los labios en el borde de la taza y oyendo el chupeteo y el ruido del líquido al caer en sus entrañas agonizantes y húmedas. A veces, se caía de la cama y había que levantarla y tenía la carne blanda como un flan, como si estuviera llena de agua caliente, mientras te miraba con sus ojos ciegos...


George se pasó la lengua por los labios y caminó hacia la mesa de la cocina otra vez. La galleta y el vaso de cacao seguían donde los había dejado, pero no tenía hambre. Miró sus libros de texto, forrados con papeles de colores, sin ningún entusiasmo.


Debería entrar en la otra habitación y ver si Abuela estaba bien.


Pero no quería.


Tragó saliva y volvió a sentir la garganta forrada de algodón.


«No tengo miedo de Abuela pensó. Si me tendiera los brazos otra vez, dejaría que me abrazara, porque no es más que una anciana que está senil y por eso tiene esos ataques. Eso es todo. Deja que te abrace y no llores. Como lo hace Buddy.»


Cruzó el pasillo hasta el dormitorio de Abuela con cara de aceite de ricino y los labios blancos de tan apretados.


Entreabrió la puerta y allí estaba Abuela durmiendo, el pelo blanco amarillento esparcido sobre la almohada como una aureola, la boca desdentada entreabierta. El pecho, al respirar, se movía tan suavemente bajo la colcha que apenas si se notaba; tanto, que había que fijarse muy bien para asegurarse de que no estuviera muerta.


«¡Dios mío! ¿Y qué pasa si se muere mientras Mami está en el hospital?»


«No se morirá. No se morirá.»


«Si, pero, ¿y si se muere?»


«No se morirá, no seas mariquita.»


Una de las manos de Abuela, del color de la cera derretida, se movió lentamente sobre la colcha. Sus largas uñas rascaron la tela, con un sonido casi imperceptible. George cerró la puerta de golpe, con el corazón en la boca.


«Está tranquila como una piedra, idiota, ¿no lo ves? Fría como el hielo.»


Volvió a la cocina para ver cuánto hacía que se había ido su madre, si una hora o una hora y media... Si fuera una hora y media, ya podía empezar a esperar su regreso. Miró el reloj y tuvo un disgusto: hacía veinte minutos que estaba solo. Ella ni siquiera habría llegado al hospital, de modo que regresaría... Se quedó escuchando el silencio, inmóvil. Sólo se oía el zumbido de la nevera y el del reloj eléctrico.


Y el murmullo de la brisa de la tarde, fuera. Pero, más lejos aún, en el límite mismo de lo audible, el roce casi  imperceptible de unas uñas sobre la tela... de unas manos arrugadas y huesudas deslizándose sobre la colcha.


Elevó una oración en una sola bocanada de aire.


«PorfavorDiosmíonodejesquesedespiertehastaqueMamihayavueltoporJesucristoAmén.»


Se sentó y acabó la galleta y el vaso de cacao. Pensó que sería divertido encender la tele para ver algo, pero temía que Abuela se despertara y empezara a llamar con aquella voz aguda, imperiosa:


¡RUUUUUTH! ¡RUTH! ¡TRÁEME LA INFUSIÓN! ¡LA INFUSIÓN! ¡RUUUUUUUUTH!


George se pasó una lengua muy seca por unos labios más secos todavía, diciéndose a sí mismo que no tenía que ser tan cobarde.


Abuela no era más que una pobre anciana condenada a permanecer en la cama. Tampoco podía levantarse para hacerle algo malo, ni se iba a morir justamente aquella tarde, a pesar de que ya tenía ochenta y tres años.


Descolgó el teléfono otra vez y se puso a escuchar. «...el mismo día! ¡Además, sabía que estaba casado! ¡Jesús, odio esas lagartas que se creen más listas que nadie! Así que un día que estuve en la Granja, fui y dije, dije... »


George sabía que Henrietta estaba hablando con Cora Simard.


Henrietta se colgaba del teléfono cada día desde la una hasta las seis de la tarde, primero con La esperanza de Ryan y luego con Vivir su vida y más tarde con Todos mis hilos y después con En busca del mañana y Dios sabe cuántas telenovelas más. Por otra parte, Cora Simard era una de sus más fieles corresponsales telefónicas y la conversación versaba siempre sobre:


1) quién iba a dar la próxima comida campestre y qué refrescos se iban a servir, 

2) las lagartas esas que se creían más listas que nadie, y 

3) lo que le había dicho a Fulanita y Menganita en 


3-a) la Granja, 


3-b) la feria de antigüedades que celebraba la parroquia cada mes, o 


3-c) el supermercado.


«... que si volvía a verla por allí, yo, mi deber de ciudadana es llamar a... »


Volvió a colgar el teléfono. Buddy y él se burlaban siempre de Cora al pasar por delante de su casa, como los demás chicos de la vecindad.


Cora era muy gorda y una chismosa y una dejada y por eso le cantaban 


«¡Cora-Cora de Bora-Bora, comió caca de perro y quiere más ahora!» 


Mami los hubiera matado, de haberse enterado de todo aquello. Pero ahora, en cambio, se sentía muy feliz de que Henrietta Dodd y Cora Simard estuviesen parloteando por teléfono toda la tarde. Es más, si por él fuera, se podían pasar hasta el día siguiente. Además, no le tenía tanta tirria a Cora, después de todo. Una vez, George, que corría porque Buddy le estaba persiguiendo, se cayó frente a la puerta de Cora y se hizo un corte en la rodilla. Ella le limpió y le curó la herida y les dio un caramelo a cada uno. Aquella vez, se sintió avergonzado de haberle cantado tan a menudo aquello de la caca de perro y todo lo demás.


George tomó el libro de lecturas del aparador, lo tuvo en sus manos durante unos segundos y volvió a dejarlo donde estaba. 


Aunque el curso no había hecho más que empezar, ya había leído todos los cuentos del libro. En realidad, leía mucho mejor que Buddy, aunque Buddy le superara en los deportes. «Ahora, con la pierna rota, no me va a sacar ventaja durante algún tiempo», pensó con regocijo.


Tomó el libro de historia, se sentó en la mesa de la cocina y empezó a leer cómo Cornwallis había rendido su espada en Yorktown, aunque no tenía la cabeza en el tema y perdía el hilo constantemente. No pudo más, se levantó y se dirigió al pasillo otra vez. La mano amarilla seguía inmóvil y Abuela no dejaba de dormir, su rostro un círculo gris hundido en la almohada, un sol agonizante rodeado por la salvaje aureola de pelo blanco amarillento. Para George, no tenía precisamente el aspecto de quien ha ido envejeciendo y está a punto de morir, ni un aspecto sereno como el de una puesta de sol. A él le parecía loca y... (y peligrosa) si, señor, peligrosa, como una osa salvaje capaz de pegarte un buen zarpazo cuando menos te lo esperas.


George recordaba bastante bien el traslado a Castle Rock para cuidar de Abuela después de morir Abuelo. Hasta entonces, Mami había sido empleada en la Lavandería Stratford, de Stratford, Connecticut. Abuelo era tres o cuatro años más joven que Abuela y había trabajado como carpintero hasta el mismísimo día de su muerte, de un ataque al corazón.


Ya por aquel entonces Abuela mostraba algunos síntomas de senilidad y tenía ataques de vez en cuando. De todas formas, siempre había representado un problema para toda la familia con su temperamento volcánico. Había sido profesora de instituto durante quince años, con intervalos en los que, o bien tenía un hijo más, o bien se metía en trifulcas con la Iglesia Congregacional, a la que pertenecía la familia. Mami siempre decía que Abuela había dejado de enseñar a la vez que dejaba, junto con Abuelo, la Iglesia Congregacional. Pero una vez, hacía casi un año, vino Tía Flo desde Salt Lake City para visitarlos, y George y Buddy se quedaron escuchando hasta muy tarde la conversación de su madre y su tía. Mami y su hermana hablaban y hablaban, pero la historia no tenía nada que ver con la que les habían contado. A Abuela la echaron del instituto porque había hecho algo malo, algo que tenía que ver con libros, y a los dos los habían echado también al mismo tiempo de la Iglesia. George no llegaba a entender cómo se podía echar a alguien del trabajo y de la Iglesia por unos libros. Por eso, cuando Buddy y él se metieron en la cama, George preguntó por qué había pasado todo aquello.


Hay muchas clases de libros, so estúpido dijo Buddy en voz baja.


Sí, ¿pero qué clase?


¿Y yo qué sé? ¡Vete a dormir!


Silencio... George siguió pensando.


¿Buddy?


¿Qué? contestó Buddy con sorda irritación.


¿Por qué Mami nos dijo que Abuela se fue por su propia voluntad del instituto y de la iglesia?


¡Porque hay un esqueleto en el armario, por eso!


George tardó mucho en dormirse. Se le iban los ojos hacia la puerta del armario, apenas visible a la luz de la Luna. ¿Qué pasaría si la puerta se abriera de golpe y saliera un esqueleto de dentro, todo dientes y huesos y sin ojos? ¿Gritaría? ¿Qué había querido decir Buddy con aquello de «un esqueleto en el armario»? ¿Qué tenían que ver los esqueletos con los libros? Acabó por dormirse sin darse cuenta y soñó que volvía a tener seis años y que Abuela le buscaba con sus ojos ciegos y le tendía los brazos para abrazarlo, diciendo, con aquella horrible voz suya: «¿Dónde está el pequeño, Ruth? ¿Porqué llora? Si no quiero más que meterlo en el armario... con el esqueleto».


George no dejaba de pensar en todo aquello. Hasta que por fin, cuando ya hacía un mes que se había ido Tía Flo, le dijo a su madre lo que había oído. Entonces ya había averiguado lo que quería decir tener un esqueleto en el armario, porque se lo había preguntado a la señora Redenbacher en la escuela. Dijo que tener un esqueleto en el armario quería decir tener un escándalo en la familia, y un escándalo era algo que daba mucho que hablar a la gente.


¿Igual que Cora Simard, que no para de hablar todo el tiempo?


La señora Redenbacher puso una cara muy rara y le temblaron los labios.


George, eso no se dice... aunque supongo que sí, algo por el estilo.


Cuando George se confió a su madre, ésta puso una cara muy tensa y sus manos se posaron sobre el solitario que estaba haciendo.


¿A ti te parece bien lo que has hecho, George? ¿Es que tu hermano y tú tenéis la costumbre de espiar conversaciones?


George, que tenía entonces sólo nueve años, bajó la cabeza.


Mami, es que Tía Flo nos gusta mucho. Sólo queríamos oírla un poco más.


Y era la verdad.


¿Fue idea de Buddy?


Sí que lo había sido, pero él no se lo iba a decir. No quería pasarse todo el tiempo volviendo la cabeza, lo que sucedería con toda seguridad si Buddy se enteraba de que se había chivado.


No, mía.


Mami siguió sentada sin decir palabra durante un buen rato y luego empezó a echar las cartas otra vez, muy lentamente, mientras hablaba.


Tal vez haya llegado el momento de que lo sepas dijo. Mentir es aún peor que escuchar conversaciones, supongo, y todos hemos mentido a nuestros hijos sobre Abuela. Yo creo que hasta nos mentimos a nosotros mismos, aunque no nos demos cuenta.


Empezó a hablar con una amargura repentina, como si se le escapara por entre los dientes un ácido. George sintió el calor de aquellas palabras en la cara y retrocedió un paso.


Excepto yo prosiguió. Yo tengo que vivir con ella y no puedo permitirme el lujo de mentir.


Mami le explicó que Abuela y Abuelo se habían casado y tenido un niño que nació muerto. Un año más tarde, tuvieron otro niño, y también nació muerto. El médico le dijo a Abuela que nunca podría tener un embarazo completo y que todos sus niños nacerían muertos o morirían nada más salir a este mundo. Hasta que uno de ellos muriese demasiado pronto para que su cuerpo pudiera expulsarlo y se le pudriese dentro y la matara a ella también.


Poco después, empezó lo de los libros.


¿Libros para tener niños?


Pero Mami no pudo o no quiso decir qué clase de libros eran o de dónde los había sacado Abuela o cómo sabía de dónde sacarlos. 


Después de aquello Abuela volvió a quedar embarazada y esa vez el niño vivió y creció muy bien, sin problemas, y era el Tío Lucas Larson. Después, la Abuela quedó embarazada otras veces y tuvo otros hijos y vivieron todos. Pero, una vez, Abuelo le dijo que tirara los libros y trataran de hacerlo sin necesidad de ellos. Aunque no pudieran, Abuelo creía que ya habían tenido suficientes hijos. Pero Abuela se negó. George preguntó a su madre por qué.


Creo que los libros habían llegado a ser tan importantes para ella como sus propios hijos contestó.


No lo entiendo dijo George. 


Bueno contestó Mami. No es que yo lo entienda muy bien tampoco. Además, recuerda que yo era muy pequeña. Todo lo que sé de cierto es que los libros tenían un cierto poder sobre ella. Abuela dijo que no había más que hablar sobre el asunto y nunca se volvió a tocar el tema, porque ella era la que llevaba los pantalones en casa.


George cerró de repente el libro de historia. Miró el reloj y vio que ya eran cerca de las cinco. El estómago empezaba su música cotidiana.


Se dio cuenta, con una sensación muy cercana al horror, de que si Mami no estaba de vuelta alrededor de las seis, Abuela se despertaría y empezaría a pedir la cena a gritos, y es que Mami parecía tan preocupada por lo de Buddy, que se había olvidado de darle instrucciones al respecto. Pensó que, en todo caso, siempre podría darle una de sus cenas congeladas especiales. 


Abuela seguía una dieta sin sal, además de tomar mil píldoras diferentes al día.


En cuanto a él mismo, no tenía más que calentar las sobras de los macarrones con queso de la noche anterior. Con un poquito de ketchup por encima, estaría para chuparse los dedos.


Sacó los macarrones de la nevera y los puso en una sartén, al lado de la tetera, que seguía esperando en caso de que Abuela se despertara y pidiera lo que a veces llamaba «la fusión». George empezó a servirse un vaso de leche, pero se detuvo y descolgó el teléfono otra vez.


«... y no daba crédito a mis ojos, cuando...» La voz de  Henrietta Dodd se quebró, elevándose a un tono estridente. «¡Me gustaría a mí saber quién es la fisgona que no hace más que escucharnos, vamos a ver...!»


George colgó el teléfono de golpe, con la cara roja de vergüenza.


«No sabe quién es, imbécil se dijo. ¡Hay seis teléfonos conectados a esa línea! »


De todas maneras, no estaba bien escuchar conversaciones ajenas. Ni siquiera cuando estuviese a solas con Abuela, aquel enorme bulto que dormía en una cama de hospital en la habitación contigua. Ni siquiera cuando le resultara imprescindible oír otra voz humana porque Mami estaba muy lejos, en Lewiston, iba a oscurecer muy pronto y Abuela seguía en la otra habitación y Abuela parecía como (sí, oh, sí, sí que lo parecía) una osa descomunal que podía darte el último zarpazo mortal con sus garras sebosas.


George se sirvió la leche.


Mami había nacido en 1930, Tía Flo en 1932 y Tío Franklyn en 1934. Tío Franklyn murió de un ataque de apendicitis en 1948 y Mami guardaba todavía una foto suya y se le caía una lágrima cuando la sacaba para mirarla. Mami decía que Frank había sido el mejor de todos los hermanos y que no se merecía haber muerto de aquella manera y que Dios había jugado sucio al llevarse a Frank.


George miró por la ventana encima del fregadero. La luz tenía ahora un tinte más dorado y el sol estaba más bajo. La sombra del porche se había ido alargando sobre el césped. Si Buddy no se hubiera roto su estúpida pierna, Mami estaría ahora aquí, preparando chile o algo así, además de la comida sin sal de la Abuela, y todos hablarían y reirían y quizás hasta jugarían a las cartas después de cenar.


George encendió la luz de la cocina, aunque todavía fuese temprano, y decidió calentar los macarrones. Pensaba constantemente en Abuela, sentada en su sillón de vinilo blanco, como una enorme oruga con camisón, la aureola salvaje de pelo esparcida sobre la bata de rayón rosa, extendiendo los brazos para cogerlo, y él agarrándose a las faldas de Mami, gritando como un desesperado.


Dámelo, Ruth, quiero darle un abrazo.


Está un poco asustado, mamá. Ya te abrazará dentro de un tiempo.


Pero la voz de Mami revelaba que también ella estaba asustada.


«¿Asustada? ¿Mamá?»


George se quedó pensando. ¿Era verdad? Buddy dice que la memoria juega malas pasadas. ¿Realmente parecía Mami asustada? Sí. Lo parecía.


La voz de Abuela se elevó, autoritaria.


¡No mimes al niño, Ruth! Dámelo. Quiero abrazarlo.


No. Está llorando.


Abuela bajó sus pesados brazos con aquellos colgajos blancos de carne.


Una sonrisa senil, pero astuta, se dibujó en su boca sin dientes.


¿Es cierto que se parece a Franklyn, Ruth? Una vez me dijiste que se parecía mucho.


Lentamente, George removió los macarrones con el queso y el ketchup. No había vuelto a recordar aquel incidente, hasta ese momento. Tal vez el silencio se lo hubiese traído a la memoria.


El silencio y el hallarse solo con Abuela en la casa.


Por lo visto, Abuela tuvo hijos y siguió enseñando en el instituto, para gran asombro de los médicos que la habían desahuciado, y Abuelo trabajó como carpintero y ganó más y más dinero, sin que le faltara nunca trabajo, incluso en lo más negro de la Gran Depresión, hasta que, al final, la gente empezó a murmurar, dijo Mami.


¿Qué decían? preguntó George.


Bah, nada importante contestó Mami, recogiendo las cartas de repente.


Decían que tus abuelos tenían demasiada suerte para ser gente normal, eso es todo.


Poco después se descubrió lo de los libros. Mami no añadió nada más, sino que el consejo del instituto encontró varios y un investigador que habían contratado encontró unos cuantos más. Hubo un gran escándalo y los abuelos no tuvieron más remedio que irse a vivir a Buxton y ése fue el final de todo aquel jaleo.


Los hijos crecieron y tuvieron sus propios retoños,  convirtiéndose todos en tías y tíos. Mami se casó y se fue a vivir a Nueva York con Papá, al que George ni siquiera recordaba. Mientras, nació Buddy.


Después se trasladaron a Stratford y en 1969 nació George. En 1971 Papá murió arrollado por un coche que conducía «el borracho que tuvo que ir a la cárcel».


Cuando Abuelo tuvo el ataque al corazón hubo muchísimas cartas entre los tíos y tías, arriba y abajo arriba y abajo. No querían meter a la vieja en un asilo, ella tampoco quería ir. Y cuando Abuela decidía algo, todos se guardaban muy bien de llevarle la contraria. Ella se proponía pasar los últimos años de su vida con uno de sus hijos. Pero todos estaban casados, y las mujeres y los maridos de los hijos no deseaban tener en casa una vieja senil y con frecuentes y muy desagradables arranques. La única que no tenía marido era Ruth.


Lo de las cartas continuó durante un buen tiempo y, al final, no le quedó a Mami más remedio que resignarse. Dejó su trabajo y se vino a Maine para cuidar a Abuela. Entre todos los hermanos habían reunido ahorros para comprar una casita en las afueras de Castle View, donde los precios no eran demasiado altos. Cada mes le enviarían un cheque para que pudiera mantener a la vieja y hacerse cargo de ella misma y sus niños.


«Lo que pasa es que mis hermanos me tendieron una trampa», recordó George haberle oído una vez.


No estaba muy seguro de lo que eso significaba, pero lo había dicho con un tono tan amargo, como el de quien quiere reír una broma, pero se atraganta como con un hueso de aceituna. George sabía, porque Buddy se lo había contado, que Mami había accedido porque toda la familia le había asegurado que Abuela no duraría mucho. Tenía demasiados problemas, presión alta, uremia, obesidad, palpitaciones y otros achaques, para durar eternamente. Probablemente, no pasaran más de ocho meses, dijeron Tía Flo, Tía Stephanie y Tío George (en honor a ese tío le habían puesto George a él). A lo sumo, un año. Pero ya llevaba cinco años, lo cual no está mal para una vieja que tiene tantos problemas... 


No estaba mal lo que estaba durando, de acuerdo. Como una osa en su madriguera, esperando, esperando... ¿qué? («Ruth, tú sabes cómo llevarla. Ruth, tú sabes hacerla callar.») George se detuvo en medio de uno de sus viajes a la nevera para leer las instrucciones del envase de una de las cenas especiales de Abuela.


Se quedó helado. ¿De dónde había salido aquella voz que oía dentro de su cabeza?


De pronto, se le puso la piel de gallina. Se metió la mano por debajo de la camisa y se tocó una de las tetillas. Estaba dura como una piedra. Retiró el dedo rápidamente.


Era el Tío George, el que llevaba su mismo nombre, el que trabajaba para Sperry-Rand en Nueva York. Había sido su voz. Al venir con su familia para verlos, hacía dos no, tres años, dijo algo que George escuchó y no pudo olvidar.


Es más peligrosa ahora, desde que está senil.


George, cállate. Los niños andan por ahí.


George permaneció de pie junto a la nevera, la mano en el tirador de cromo descascarillado, pensando, recordando, mirando la creciente oscuridad. Buddy no estaba el día en que Tío George hizo aquel comentario. Estaba fuera, jugando y haciendo esquí sobre hierba en la colina de Joe Camber. Pero George se había quedado en casa y andaba buscando algo en la cajonera de la entrada, un par de calcetines gruesos que hicieran juego. ¿Y acaso era culpa suya que Mami y el Tío George estuvieran hablando en la cocina? George creía que no. ¿Era culpa de George que Dios no le hubiera dejado sordo en aquel preciso instante o, al menos, hubiese hecho inaudible la conversación de los mayores? George creía que tampoco eso era culpa suya. Como su madre había dicho en más de una ocasión, Dios, a veces, jugaba sucio.


Ya sabes a qué me refiero dijo Tío George.


Su mujer y sus tres hijas se habían ido a Gates Falls para hacer unas compras de Navidad de última hora y Tío George estaba bastante alegre, como aquel «borracho que tuvo que ir a la cárcel». George lo notó porque las palabras se le hacían un lío en la lengua. Ya sabes lo que le pasó a Franklyn cuando se enfadó con ella. ¡Cállate o voy a tirar la cerveza en el fregadero! Bueno, no es que ella quisiera, en realidad... Fue él quien se fue de la lengua. Peritonitis...


¡George, cállate!


«Tal vez recordó George haber pensado en aquel momento no sea sólo Dios el que juega sucio.»


Interrumpió el hilo de sus recuerdos y sacó una de las cenas congeladas de la Abuela de la nevera. Era ternera con un acompañamiento de guisantes. Había que precalentar el horno a 80 grados y meterla en él.


Era muy fácil. Además, lo tenía todo dispuesto. El agua para la infusión estaba ya caliente, por si Abuela lo requería. Podría tener la cena preparada en un periquete si Abuela se despertaba y se la pedía a gritos. Infusión o cena, un pistolero rápido con dos pistolas. El número del doctor Arlinder estaba en el tablero, para casos de emergencia. Todo estaba bajo control, así que, ¿por qué preocuparse? Nunca le habían dejado solo con Abuela, eso es lo que le preocupaba.


«Dame el chico Ruth. Dámelo... »


«No, está llorando.


«Es más peligrosa ahora... Ya sabes a qué me refiero.»


«Todos mentimos a nuestros hijos sobre Abuela.»


Ni a él, ni a Buddy. A ninguno de los dos los habían dejado jamás solos con la Abuela. Hasta ahora.


De pronto, sintió la boca muy seca. Llenó un vaso con agua del grifo y se lo bebió de un trago. Se sentía... raro. Todos esos pensamientos, todos esos recuerdos, ¿por qué salían a la luz precisamente ahora?


Tenía la sensación de hallarse ante un rompecabezas y sin posibilidad de recomponerlo. Tal vez fuese mejor así, porque la imagen que apareciera podría ser, bueno, bastante horrible. Podría...


En la otra habitación, donde Abuela vivía de día y de noche, se oyó de pronto un sonido con algo de tos ahogada, algo de jadeo.


George se atragantó al inhalar aire, quedándose sin aliento. Se volvió hacia la habitación de Abuela y no pudo andar, tenía los zapatos clavados al suelo. El corazón le latía violentamente. Los ojos desmesuradamente abiertos. «Andad», le decía el cerebro a los pies, y ellos se cuadraban y respondían: « ¡De ninguna manera, señor!».


Abuela nunca había hecho un ruido como aquél.


Abuela nunca había hecho un ruido como aquél.


Otra vez aquel gemido, que se alzó por un momento, para luego bajar, cada vez más, hasta morir lentamente... George consiguió moverse al fin. Recorrió la distancia que separaba la habitación de Abuela de la cocina. Entreabrió la puerta y atisbó por la rendija. El corazón le golpeaba en el pecho como un martillo. Ahora sí que tenía la garganta llena de algodón. No había manera de tragar saliva.


Primero pensó que Abuela estaba durmiendo y que no había pasado nada.


No había sido más que un sonido raro, eso era todo; tal vez algo que hiciera habitualmente mientras Buddy y él estaban en la escuela. Sólo un ronquido. Abuela estaba bien. Durmiendo.


Eso fue lo primero que pensó, pero un detalle atrajo su atención: la mano que antes reposaba sobre la colcha, ahora colgaba inerte, al lado del lecho, las uñas casi rozando el suelo. Y tenía la boca abierta, tan oscura y arrugada como un agujero en una fruta podrida.


Muy tímidamente, vacilando, George se acercó a la cama.


Se quedó junto a ella durante un largo rato, mirando a Abuela sin atreverse a tocarla. El leve movimiento del pecho bajo la colcha parecía haberse detenido.


Parecía.


Esa era la palabra clave: Parecía.


«Lo que pasa es que estás asustado, George. No eres más que un maldito estúpido, como dice Buddy. No es más que un juego que le está haciendo tu cerebro a tus ojos. Respira la mar de bien, ella... »


¿Abuela? dijo, y todo lo que salió de su garganta fue un susurro incomprensible. Se asustó y retrocedió de un salto, aclarándose la garganta.


¿Abuela? ¿Quieres la infusión ahora? ¿Abuela?dijo, esta vez un poco más alto.


Nada.


Tenía los ojos cerrados.


La boca abierta.


La mano colgando.


Fuera, el Sol poniente brillaba entre los árboles como una naranja rojiza.


De pronto, volvió a verla sentada en su sillón de vinilo blanco, tendiendo los brazos, con una estúpida sonrisa de triunfo. Y recordó uno de sus ataques, cuando Abuela empezó a gritar palabras extrañas, palabras que parecían de una lengua extranjera.


¡Gyaagin! ¡Gyaagin! ¡Hastur degryon Yos-sothoth!


Mami los envió inmediatamente fuera, gritándole a Buddy:


«¡VETE!»


Cuando el chico se entretuvo para buscar sus guantes en la cajonera de la entrada, y Buddy la miró por encima del hombro, tan asustado por el tono de su madre, que no gritaba jamás, y salieron los dos y se quedaron fuera un buen rato, con las manos metidas en los bolsillos por el frío, preguntándose qué demonios estaba pasando...


Más tarde, Mami salió y los llamó para cenar, como si no hubiese pasado nada.


(«Tú sabes cómo llevarla, Ruth, tú sabes cómo hacerla callar.»)


George no había vuelto a pensar en aquel ataque hasta hoy. Sólo que ahora, mirando a Abuela, que yacía de una forma tan extraña en su cama de hospital, recordó con creciente horror que al día siguiente de aquel ataque se habían enterado de que la señora Harham, que vivía cerca de allí y a veces visitaba a Abuela, había muerto en la cama por la noche.


Los «ataques» de la Abuela.


Ataques.


Las brujas tienen poderes mágicos y eso es precisamente lo que las hace brujas, ¿no es así? Manzanas envenenadas, príncipes convertidos en sapos, casas de mazapán, Abracadabra. Hechizos.


Las piezas sueltas del rompecabezas volaban ante los ojos de George como por arte de magia.


«Magia», pensó George, con un escalofrío.


¿Cuál era la imagen resultante del rompecabezas? Era Abuela, naturalmente. Abuela y sus libros. Abuela, a quien habían echado del pueblo. Abuela, que primero no podía tener niños y luego sí. Abuela, a quien habían expulsado de la Iglesia igual que del pueblo. La imagen final era Abuela, amarilla y gorda y arrugada y sucia, con la boca sin dientes curvada en una sonrisa hundida, con los ojos ciegos y desvaídos, pero con la mirada astuta e inquietante, con un sombrero negro cónico sobre la cabeza, salpicado de estrellas de plata y cuartos crecientes babilónicos y rutilantes, con ladinos gatos a los pies, los ojos amarillos como la orina, entre olores de cerdo y de humedad, de cerdo y de fuego, viejas estrellas y luces de velas tan oscuras como la tierra en la que reposan los ataúdes, con palabras de libros antiguos, cada palabra como una piedra, cada frase como una cripta en un pestilente osario, cada párrafo una caravana de pesadillas con los muertos de las plagas caminando hacia la hoguera. Los ojos infantiles de George se abrieron en un instante al profundo pozo de la negrura.


Abuela había sido una bruja, igual que la Bruja Malvada de El mago de Oz. Y ahora estaba muerta. Aquel sonido que había hecho con la garganta, aquel ronquido ahogado había sido un... un... estertor de muerte.


¿Abuela? susurró otra vez y pensó locamente:


«Pin pon pin puerto, la bruja ha muerto».


No obtuvo respuesta. Puso la mano delante de la boca de Abuela. Ni una ligera brisa quedaba en ella. Había calma chicha, y velas caídas y quilla inmóvil en medio del agua. El terror había cedido un poco. Ahora podía pensar más serenamente. Recordó que Tío Fred le había enseñado a mojarse un dedo para ver si hacía viento y de dónde venía. Se pasó la lengua por toda la palma de la mano y la sostuvo delante de la boca de Abuela.


Nada.


Pensó que lo mejor sería llamar al doctor Arlinder, pero se detuvo. ¿Y si llamaras al doctor y no estuviese muerta del todo? 


Haría un ridículo espantoso.


«Tómale el pulso.»


Se paró en el vestíbulo, mirando por la puerta entreabierta aquella mano inerte y aquella muñeca blanca, que la manga del camisón había revelado al quedar un poco remangada. Pero no sabía cómo hacerlo. Una vez, después de una visita del doctor, la enfermera le tomó el pulso.


Cuando ambos se fueron, George lo intentó por sí mismo, buscando frenéticamente aquel latido, pero sin éxito. Si por él fuera, estaba tan muerto como Abuela.


Además, en realidad, no quería... bueno... tocar a Abuela. Aun cuando estuviera muerta. Mejor dicho, especialmente si estaba muerta.


Se quedó en la entrada, mirando ora a la Abuela, ora el número del doctor Arlinder en el tablero. No tenía otra alternativa, tendría que llamar, tendría que...


¡...busca un espejo!


¡Claro que sí! Si respiras delante de un espejo, se cubre de vaho. Una vez, había visto en una película cómo un doctor se lo había hecho a un chico. El cuarto de Abuela comunicaba con un cuarto de baño y George se apresuró a buscar el espejo de Abuela. Era neutro por un lado y de aumento por el otro, de los que se usan para depilarse las cejas y todo eso.


George volvió al lado de la cama y sostuvo el espejo delante de la boca abierta de Abuela hasta casi tocarla. Contó hasta sesenta, sin dejar de mirar la cara de la anciana. Nada, el espejo estaba tan limpio y brillante como antes. No le cabía duda, Abuela había muerto.


Abuela estaba muerta.


George pensó, con cierta sorpresa, pero con alivio, que ahora sí podía sentir piedad por la vieja. Tal vez hubiese sido bruja. O tal vez no. O tal vez solamente hubiese creído serlo. Fuera lo que fuese, había muerto. Como un adulto, pensó que las cosas de la realidad concreta tomaban un aspecto, no menos importante, sino menos vital, vistas a la luz de la muerte. Pensó como un adulto y sintió el alivio de un adulto.


Era una huella en el alma. Como las impresiones infantiles de los adultos. Sólo más tarde el niño se da cuenta de que estaba siendo formado por experiencias diversas.


Devolvió el espejo al cuarto de baño y volvió a cruzar el dormitorio, sin dejar de mirar el gran bulto en la cama. El Sol poniente pintaba de rojo y naranja aquella horrible cara. George miró hacia otro lado.


Cruzó de nuevo la entrada y fue hasta el teléfono, dispuesto a actuar como creía que había que hacerlo. Se sentía interiormente superior a Buddy. Cada vez que se burlara, le diría tan sólo: 


«Estaba solo en casa cuando Abuela murió y lo hice todo por mí mismo». 


Lo primero que había que hacer era llamar al doctor Arlinder, y decirle: «Mi Abuela acaba de morir. ¿Puede usted decirme lo que tengo que hacer? ¿Cubrirla o algo así?».


No.


«Creo que mi Abuela acaba de morir.»


Sí. Sí, era mucho mejor así. Al fin y al cabo, todo el mundo cree que un niño no sabe hacer nada por sí mismo.


O: «Estoy casi seguro de que mi Abuela ha muerto... »


¡Ya estaba! ¡Eso era lo mejor!


Y contarle lo del espejo y lo del estertor y todo lo demás. Y el doctor vendría enseguida y después de examinar a la Abuela, diría: «Abuela, te pronuncio muerta», y luego, a George, «Has estado muy sereno en una situación difícil, George, te felicito». Y George diría algo modesto, como requería la ocasión.


George miró el número del doctor Arlinder y aspiró profundamente un par de veces para darse ánimo. Descolgó el auricular. El corazón seguía latiéndole fuertemente, pero ya no con el terror de antes. Abuela había muerto. Lo peor ya había sucedido y, en el fondo, era mucho mejor que oírla gritar que quería su infusión.


El teléfono también se había muerto.


Sólo le llegó el vacío desde el auricular, los labios todavía abiertos como para decir: «Lo siento, señora Dodd, soy George Bruckner y tengo que llamar al doctor para mi Abuela». Pero no había ni conversaciones, ni señal para marcar, ni nada. Sólo un vacío muerto, como el de la otra habitación.


Abuela está...


Está...


(Oh, está)


Abuela está fría como un témpano. 


Otra vez la piel de gallina. Miró con ojos inciertos la tetera Pirex en el fogón, la taza sobre el mostrador, con la bolsita de hierbas dentro.


Abuela nunca más tomará su infusión. Nunca.


(está fría)


George se estremeció.


Apretó la horquilla del teléfono con el dedo, una, dos, muchas veces.


El teléfono seguía muerto. Tan muerto como...


(tan frío como)


Colgó el auricular de un golpe y se oyó un leve timbrazo. George lo volvió a coger en un segundo, con la esperanza de que la línea hubiera vuelto en aquel preciso instante. En vano. Lo volvió a colgar muy lentamente.


Otra vez sentía palpitaciones.


Estoy solo en la casa con un cadáver.


Cruzó la cocina muy lentamente, se paró junto a la mesa un minuto y después encendió la luz. La casa estaba empezando a quedarse a oscuras.


Pronto el Sol se habría ido y sería de noche.


Espera. Eso es todo lo que puedes hacer. Esperar a que regrese Mami.


Después de todo, es mejor así. Si el teléfono no funciona, es mejor que se haya muerto a que hubiera tenido uno de sus ataques o algo así... con espuma en la boca y todo eso y a lo mejor se caía de la cama...


No le gustaba nada todo aquello. Si no fuera por el teléfono, lo hubiera hecho todo tan bien...


Cómo estar completamente solo en medio de la oscuridad, pensando en cosas muertas que viven todavía, viendo formas y sombras en las paredes y pensando en la muerte y en los muertos y todas esas cosas y cómo deben apestar y moverse en la oscuridad, pensando esto y pensando aquello, pensando en los gusanos corriendo y enterrándose en la carne muerta, ojos que brillan en la oscuridad, el crujido de los tablones en el piso de arriba, algo cruza la habitación, a través de las franjas de luz que vienen de la ventana, oh, sí.


En la oscuridad, los pensamientos dibujan un círculo perfecto. 


Da lo mismo que trates de pensar en flores, o en Jesús, o en el fútbol, o en ganar la medalla de oro en las Olimpiadas, porque, al final, todo vuelve hacia aquella forma con garras y ojos abiertos.


¡Demonios! gritó, pegándose una bofetada a sí mismo, bien fuerte. Ya estaba bien, caramba, no hacía más que asustarse él solo. Además, ya no tenía seis años. Estaba muerta, eso era todo. Aquella cabeza ya no tenía más pensamientos que los que pudiera tener el mármol, o el suelo, o un pomo de la puerta, o la esfera de la radio, o...


Una voz interior, extraña, le tomó por sorpresa. Tal vez fuese sólo la voz de la supervivencia.


¡George, cállate y dedícate a tus cosas!


Sí, está bien, está bien, pero...


Volvió hasta la puerta del dormitorio para asegurarse.


Allí seguía Abuela, una mano colgando fuera del lecho, casi tocando el suelo, la boca desencajada. Abuela era como un mueble. Podías meterle la mano otra vez en la cama o tirarle del pelo o echarle un vaso de agua o ponerle auriculares en las orejas y tocar Chuck Berry hasta que se hundiera el techo... a ella le daba lo mismo. Abuela estaba, como decía a veces Buddy, fuera de sí. Abuela se había ido a pasear.


Un golpeteo continuo y bajo le sobresaltó y lanzó un grito. Era la puerta exterior, que Buddy había instalado la semana anterior y que daba bandazos en el viento helado.


George abrió la puerta de la cocina, se inclinó y atrapó la puerta exterior en su viaje de vuelta. El viento le alborotó el pelo. Sujetó la puerta, preguntándose de dónde había salido ese viento tan repentino. Cuando Mami se fue, el aire estaba en calma. Claro que, cuando se fue Mami, era pleno día y ahora estaba anocheciendo.


George volvió a mirar cómo estaba Abuela otra vez y probó el teléfono otra vez. Nada, muerto todavía. Se sentó, se levantó, se sentó nuevamente y optó por pasearse por la cocina, pensando.


Una hora más tarde era noche cerrada.


El teléfono seguía sin línea. George supuso que el viento, que ahora era casi un huracán, habría derribado algún poste,  probablemente cerca de Beaver Bog, donde había tantos. El teléfono dejaba escapar un sonido de vez en cuando, pero de manera lejana y fantasmal. Fuera, el viento gemía por las esquinas de la casa. George pensó que ya tenía una historia que contar en la próxima acampada de los Boy Scouts... sentado solo en la casa, con su Abuela muerta en la habitación de al lado, sin teléfono, y el viento arrastrando velozmente las nubes bajas, nubes negras por arriba y del color de la grasa rancia por debajo, el color de las garras, quiero decir, manos de la Abuela.


Era, como decía Buddy, un clásico.


Ojalá pudiera contarlo ya y toda la historia estuviese pasada y enterrada. Se sentó en la mesa de la cocina, con el libro de historia abierto, dando un respingo con cada ruido.., y ahora que el viento había crecido, cada rincón de la casa crujía en forma siniestra.


Volverá muy pronto. Volverá y ya no tendré que preocuparme por nada.


Nada.


(no le has cubierto la cara)


volverá pro...


(no le has tapado la cara)


George saltó como si alguien le hubiese hablado en voz alta y miró con los ojos muy abiertos toda la cocina y el inútil teléfono. Hay que tapar la cara de un muerto con una sábana. Como en las películas.


¡Al diablo! ¡Yo no entro en ese dormitorio!


¡No! Y no había razón alguna para que lo hiciera. ¡Mami le cubriría la cara cuando volviese! ¡O el doctor Arlinder, cuando llegara! ¡O el hombre de las Pompas Fúnebres!


Alguien, cualquiera, menos él.


No tenía por qué hacerlo.


A él no le importaba y seguro que a Abuela tampoco.


Oyó la voz de Buddy.


Si no tenias miedo, ¿cómo es que no le cubriste la cara?


No me importaba.


¡Miedoso!


A Abuela tampoco le hubiera importado.


¡Miedoso! ¡Cobardica!


Sentado a la mesa, con aquel libro de historia que no había manera de leer, empezó a pensar que si no le cubría la cara a Abuela con la colcha, no podría presumir de haber hecho todo como debía y entonces Buddy volvería a tener ventaja sobre él (a pesar de la pierna rota).


Se veía a sí mismo, contando la historia de miedo de Abuela muerta en medio de la acampada, delante del fuego, llegando al final feliz de cuando los faros del coche de Mami barrieron la fachada de la casa la reaparición de los adultos, restableciendo y confirmando el concepto del orden cuando, de pronto, entre las sombras se alza una figura oscura y una piña explota en el fuego y resulta que la figura en la sombra es Buddy, riéndose: Si eres tan valiente, so cobardica, ¿cómo es que no le tapaste LA CARA?



George se levantó, recordándose a sí mismo que Abuela estaba fuera de si, que Abuela había muerto, que Abuela estaba más fría que un témpano y que Abuela se había ido a pasear.


Si quisiera, podría ponerle la mano sobre la cama otra vez, meterle una bolsita de infusión por la nariz, ponerle  auriculares tocando Chuck Berry a todo volumen, etc., etc., y nada molestaría a Abuela, porque eso es lo que significaba estar muerto, nada podía molestar a un muerto. Una persona muerta era la persona tranquila por excelencia, y el resto no era más que sueños inexorables y apocalípticos y febriles, sueños de puertas abriéndose de golpe en la boca muerta de la medianoche, de rayos de luna azul bañando los huesos en los cementerios...


Susurró: «¿Quieres hacer el favor de parar? Deja de ser tan...».


(macabro)


Se levantó. Había decidido ya lo que iba a hacer: entrar en el dormitorio y cubrirle la cara con la sábana y así Buddy no tendría ninguna ventaja sobre él. Le administraría unos cuantos rituales sencillos y le cubriría la cara. Y después se le iluminó la cara por el simbolismo de la situación retiraría su taza y su bolsita de infusión sin usar. Sí, eso era lo que iba a hacer.


Entró en el dormitorio, cada paso un esfuerzo de voluntad. La

habitación estaba a oscuras, el cuerpo no era más que un enorme bulto encima de la cama. Buscó el interruptor torpemente durante lo que parecía ser una eternidad, sin explicarse cómo no estaba donde él creía que debía estar. Por fin dio con él y una luz amarilla llenó la estancia.


Abuela estaba en la cama, la mano inerte, la boca abierta.


George la contempló, oscuramente consciente de que unas gotas de sudor se deslizaban por su propia frente. Se preguntó si no bastaría con tomar aquella mano tan fría y colocar el brazo sobre la cama, a lo largo del cuerpo. Pero decidió que no, que su mano debía estar colgando hacía bastante rato ya, que era demasiado, que no podía tocarla, que cualquier cosa, menos eso...


Lentamente, como si flotara en una nube, se acercó a Abuela y se quedó mirándola fijamente, casi encima de ella. Tenía la cara amarilla, en parte por la luz, pero sólo en parte.


George respiraba por la boca, ansiosamente, como tratando de darse fuerzas. Tomó la colcha y la subió sobre la cara de Abuela, pero resbaló un poco y volvió a bajar, revelando el nacimiento del pelo y las cejas, George se alzó de puntillas y volvió a tomar la colcha con mucho cuidado separando bien las manos, para no rozarle la cara, y la volvió a subir. Esta vez, la colcha permaneció en su sitio. Por fin la había enterrado.


Si, era por eso que se tapaba la cara de un muerto, y eso era lo que se debía hacer: enterrarlo. Era un gesto definitivo.


Miró la mano que colgaba, que había quedado sin enterrar, y se dio cuenta de que sí, de que ahora podía tocarla ya, meterla debajo de la colcha y enterrarla con el resto de la Abuela.


Se inclinó para agarrar la mano y la levantó.


La mano se volvió y le agarró la muñeca.


George dio un grito tremendo. Se tambaleó hacia atrás, gritando en aquella casa vacía, gritando más fuerte que el viento que silbaba en el alero, gritando por encima de todos aquellos crujidos de la casa. Al retroceder, tiró del cuerpo de Abuela, que quedó inclinado bajo la colcha. La mano volvió a caer, retorciéndose, viva, intentando agarrar algo... hasta que volvió a colgar inerte.


No pasa nada, no ha sido nada, no era más que un reflejo.


George asintió a su propia aseveración. Pero volvió a recordar cómo aquella mano fría se había vuelto y le había agarrado la muñeca. Volvió a gritar. Se le salían los ojos de las órbitas, el pelo, completamente erizado, era como un sombrero cónico sobre su cabeza. El corazón corría como en estampida. La habitación se inclinó locamente hacia la izquierda, luego se enderezó por un segundo, para inclinarse otra vez a la derecha.


Cada vez que intentaba pensar racionalmente, el pánico le ponía la piel de gallina. Quería salir de aquella habitación a toda velocidad, meterse en otro sitio, a cuatro kilómetros de distancia, si pudiera. Dio media vuelta y salió corriendo,  estampándose contra la pared: la puerta estaba abierta a un metro de distancia. Cayó de rebote al suelo, con un tremendo golpe en la cabeza, que empezó a dolerle, a pesar del pánico. Se tocó la nariz y se manchó la mano de sangre, igual que la camisa, sobre la que goteaba. Se levantó como pudo y miró la habitación lleno de terror.


La mano colgaba de la cama como antes, pero el cuerpo de Abuela ya no estaba inclinado, sino que estaba recto otra vez, bajo la colcha.


Todo había sido fruto de su imaginación. Había entrado en el dormitorio y el resto no había sido más que una película.


No.


El dolor le aclaró las ideas. La gente muerta no te agarra la muñeca.


Muerto quiere decir muerto. Cuando estabas muerto podías servir de perchero, o meterte en el neumático de un tractor y lanzarte ladera abajo, etc., etc. Cuando estabas muerto, la gente te podía hacer cosas a ti (por ejemplo, un niño podía tomar tu mano y subirla a la cama), pero tus días activos por decirlo de alguna manera habían terminado.


A menos que seas una bruja. A menos que elijas morirte cuando la casa está sola y no hay más que un niño, porque así puedes... puedes...


¿puedes qué?


Nada. Era una estupidez. Había imaginado todo porque estaba asustado y ésa era toda la verdad. Se limpió la nariz con el brazo y gimió de dolor. Una mancha de sangre cubría su antebrazo.


Lo que no iba a hacer era entrar en la otra habitación, eso era todo. 


Realidad o alucinación, no iba a hacer el tonto con Abuela. La llamarada de pánico había cedido un poco, pero continuaba asustado, muy asustado, y todo lo que quería era que su madre llegase cuanto antes y se ocupara de todo.


George salió del dormitorio de espaldas, sin perder de vista la cama, y fue hasta la cocina. Suspiró con un aliento largo, ahogado. Quería pasarse un trapo mojado por la nariz. Sintió ganas de vomitar. Se inclinó y tomó un trozo de tela de debajo del fregadero uno de los pañales viejos de la Abuela y lo puso bajo el grifo de agua fría, mientras se sorbía la sangre como si fueran mocos.


Se acababa de poner la tela mojada en la nariz cuando desde la otra habitación le llegó una voz.


Ven aquí, pequeño llamaba Abuela con su voz de ultratumba. Ven aquí.


Abuela quiere abrazarte.


George trató de gritar, pero abrió la boca y no pudo emitir sonido alguno, nada. En cambio, en la otra habitación, allí sí que se estaban produciendo sonidos. Sonidos como los que oía cuando Mami entraba para bañar a la Abuela, dándole la vuelta, levantándola, dejándola caer, dándole la vuelta otra vez.


Sólo que esos sonidos eran diferentes ahora. Eran como si Abuela estuviera.., estuviera levantándose de la cama.


¡Niño! ¡Ven aquí, pequeño! ¡Ahora MISMO! ¡Ven hacia aquí!


Vio con horror cómo sus pies obedecían la orden. Les mandó detenerse, pero ellos seguían, uno, dos, uno, dos, ep, aro, ep, aro, deslizándose sobre el linóleo. Su cerebro era prisionero del cuerpo.


«Es una bruja, es una bruja y tiene uno de sus ataques. Ay, sí, es un ataque y es muy malo, REALMENTE muy malo, muy malo. Ay, dios mío, ay, Jesús, ayúdame, ayúdame. . . »


George atravesó la cocina y entró en el dormitorio.


ABUELA ESTABA FUERA DE LA CAMA, sentada en su sillón de vinilo blanco, el que no había usado desde hacía cuatro años, desde que se puso demasiado gorda para poder andar y demasiado senil para saber hacer nada.


Pero Abuela no parecía senil.


Los rasgos de la cara eran fláccidos, pero la senilidad había desaparecido de su expresión, suponiendo que hubiera estado allí alguna vez y no hubiera sido más que una máscara para engañar a niños pequeños y mujeres cansadas y sin marido.


Ahora la cara de Abuela resplandecía con feroz inteligencia, como la luz de una vela de cera, vieja y pestilente. Los ojos bailaban en sus órbitas, muertos. El pecho seguía sin moverse.


El camisón, remangado, dejaba ver unos muslos elefantinos, blancos. La colcha estaba a los pies de la cama.


Abuela le tendió sus enormes brazos.


Quiero abrazarte, Georgie dijo la voz apagada y sin entonación.


No tengas miedo, pequeño. Deja que Abuela te abrace.


George se esforzó por retroceder, tratando de resistir aquella atracción casi magnética. Fuera, el viento seguía aullando. La cara de George se había alargado y torcido, tensa, crispada por el espanto. 


Empezó a caminar hacia ella. No podía remediarlo. Sus pies seguían arrastrándose, uno tras otro, hacia aquellos brazos abiertos. «Le enseñaría a Buddy que él tampoco tenía miedo de Abuela y dejaría que Abuela le diera un abrazo porque no era ningún cobardica.» Siguió andando hacia ella.


Cuando ya se encontraba casi entre sus brazos, se oyó un crujido enorme al estallar la ventana, hechos añicos los cristales, y una rama de árbol penetró en la estancia, con hojas de otoño aún sujetas a ella. El viento helado barrió toda la habitación, haciendo volar las fotos de Abuela, azotándole el pelo y el camisón.


George pudo gritar por fin. Se escapó dando tumbos de entre sus brazos, mientras Abuela emitía un chasquido sibilante, como una serpiente, entreabriendo los labios y dejando ver sus encías desdentadas. Las manos gruesas, arrugadas, intentaban asir el vacío.


George se hizo un lío con los pies y cayó al suelo. Abuela se levantó del sillón, bamboleándose bajo aquel enorme peso, caminando hacia él.


George no podía levantarse, las piernas, sin fuerza alguna, no le obedecían. Empezó a arrastrarse de espaldas, gimiendo. Abuela seguía avanzando, lenta, implacable, muerta, pero viva. George comprendió en un instante lo que significaba aquel abrazo. El rompecabezas estaba completo. Pero cuando finalmente logró levantarse, Abuela le agarró por la camisa. Se la desgarró y se quedó con un trozo en la mano. Por un momento, George sintió aquella carne fría contra su piel. Consiguió escapar hasta la cocina.


Quería huir, correr en medio de la noche, todo, menos dejarse abrazar por la bruja, su Abuela. Porque cuando su madre volviera, encontraría a Abuela muerta y a George vivo, si..., pero a George le habrían empezado a gustar las infusiones de hierbas, inexplicablemente.


Miró por encima del hombro y vio la sombra contrahecha, grotesca, de Abuela en la pared al cruzar la entrada.


De repente, el teléfono sonó, estridente.


George saltó hacia él, sin pensar, y empezó a gritar que alguien viniera, por favor, por favor, que viniera alguien. Gritó todo ello.., en silencio, porque ni un solo sonido salió de su garganta.


Abuela entró en la cocina, tambaleándose en su camisón rosa. El pelo blanco y amarillo revoloteaba alrededor de su cara. Uno de los peinecillos se había casi desprendido del pelo y colgaba sobre el arrugado cuello.


Abuela sonreía.


¿Ruth?


Era la voz de Tía Flo, lejana, con una conexión defectuosa por el viento. Era Tía Flo, desde Minnesota, a más de dos mil kilómetros.


¿Ruth? ¿Estás ahí?


¡Socorro! gritó George al teléfono y lo que salió de sus labios fue un pequeño, inaudible silbido.


Abuela se balanceaba sobre el linóleo, tendiéndole los brazos. Sus manos se abrían y se cerraban, intentando agarrar algo. Abuela quería aquel abrazo, por algo había esperado cinco años. Ruth, ¿me oyes? Acaba de estallar una tormenta imponente... y me he asustado... Ruth, no te oigo...


Abuela gimió George al teléfono. Abuela estaba casi encima.


¿George? la voz de Tía Flo se erizó, aguda como un grito, instantáneamente. George, ¿eres tú? George empezó a retroceder ante el avance de Abuela, cuando se dio cuenta de que se había alejado de la puerta y se había metido estúpidamente en un rincón, entre los armarios de la cocina y el fregadero. El horror era inenarrable. La sombra de Abuela lo cubría ya por completo. George pudo, por fin, vencer su parálisis y gritó desesperadamente al teléfono, una y otra vez.


¡Abuela! ¡Abuela! ¡Abuela!


Las manos frías de Abuela tocaron su garganta. Los ojos viejos, borrosos, hipnotizaban los suyos, chupando toda su voluntad.


Vagamente, muy lejos, como si viniera a través de los años y a través de la distancia, oyó la voz llena de pánico de Tía Flo.


Dile que se acueste, George, dile que se acueste y que no se mueva.


Dile que debe hacerlo en tu nombre y en el de Hastur. Ese nombre tiene poder sobre ella, George, dile: «Acuéstate en nombre de Hastur», dile...


La mano vieja y arrugada arrancó el teléfono de la mano sin fuerza de George. De un tirón, rompió el cordón de la pared. George se dejó caer en el rincón y Abuela, un montón de carne que ocultaba la luz, se inclinó sobre él.


George gritó.


¡Acuéstate! ¡No te muevas! ¡En nombre de Hastur! ¡Hastur! ¡Acuéstate!


¡No te muevas!


Las manos de Abuela rodearon su cuello...


¡Debes hacerlo! ¡Tía Flo dice que debes hacerlo! ¡En mi nombre!, ¡En nombre de tu padre! ¡Acuéstate! ¡No te mue...!


Y empezaron a apretar.


Cuando una hora más tarde las luces del coche por fin bañaron la fachada de la casa, George estaba sentado en la cocina, delante del libro de historia, sin leer. Se levantó y le abrió la puerta a su madre. A su izquierda, el teléfono reposaba en el receptor, el cordón colgando inútilmente.


Mami entró, una hoja pegada a la solapa del abrigo.


¡Qué viento! ¿Fue todo bien, Geor...? ¿George, qué ha pasado?    Mami palideció horriblemente en un segundo. Parecía la cara de un payaso.


Abuela contestó George. Abuela ha muerto. Abuela ha muerto, Mami.


Empezó a llorar.


Su madre lo abrazó fuertemente y luego retrocedió hacia la pared, como si aquel abrazo hubiera acabado con todas sus fuerzas.


¿Ha... ha pasado algo? preguntó. ¿George, ha pasado algo?


El viento derribó la rama de un árbol en su ventana respondió.


Mami lo cogió por los brazos y lo apartó un poco, adivinando aquella expresión de horror. Lo soltó inmediatamente, y, como un ciclón, entró en la habitación de Abuela. Tal vez estuvo dentro unos cuatro minutos.


Al salir, llevaba en la mano un trozo de tela. Era de la camisa verde de George.


Le he arrancado esto de la mano dijo Mami en un susurro imperceptible.


Ahora no tengo ganas de hablar dijo George. Llama a Tía Flo, si quieres. Yo estoy muy cansado. Quiero irme a la cama.


Mami hizo un gesto como para detenerlo, pero se contuvo. George subió a la habitación que compartía con Buddy y abrió el aire caliente para oír lo que hacía su madre. Mami no pudo hablar con Tía Flo aquella noche, porque alguien había arrancado el cordón del teléfono, pero tampoco pudo hablar con ella al día siguiente porque, poco antes de que Mami regresara, George había dicho una serie de palabras, algunas de ellas en un latín bastardo, otras en algo que parecían gruñidos predruidas y, a más de dos mil kilómetros de distancia, Tía Flo había caído muerta de hemorragia cerebral masiva. Era sorprendente cómo volvían las palabras.


Como todo volvía.


George se quitó la ropa y se tendió desnudo en la cama. Puso las manos tras la cabeza y dirigió la vista a la oscuridad del techo. Lentamente, muy lentamente, una sonrisa horrible, siniestra, empezó a dibujarse en sus labios.


Las cosas no iban a seguir como antes a partir de ahora. Iban a ser muy, muy diferentes.


Por ejemplo, Buddy. Le costaba esperar a que Buddy volviera del hospital y empezase con su dichosa tortura de la Cuchara del Bárbaro Chino, o con la Cuerda India, o algo por el estilo.


Sabía que, al principio, tendría que permitírselo, por lo menos, durante el día y cuando hubiese gente alrededor, pero cuando cayera la noche y estuviesen los dos solos en el dormitorio, en la oscuridad, con la puerta cerrada...


George se echó a reír en silencio.


Como siempre decía Buddy, iba a ser un clásico.

martes, 27 de octubre de 2020

La Niña de Abejas

 

Niña de Abejas

Autor: : Gabriel Benítez

Un relato del taller LeGuin de Laberinto

1.

Nikki siguió a su hermana a las cajas de abejas aquel día. Lo hizo a escondidas porque sabia bien que si ella se enteraba la golpearía. Pero Nikki era muy hábil para eso de espiar a las personas y Carolina nunca llegó a enterarse de lo que vio su hermana en los apiarios aquella tarde. Por su parte, Nikki hubiera preferido no haberlo visto nunca…

Los apiarios se encontraban cerca de la pequeña carretera que baja de la autopista principal hacia la colonia. Se deslizaba aproximadamente unos 700 metros a través del bosque para después convertirse en una curva cerrada que daba acceso a las casas del lugar. Ahí, en medio de la herradura del camino y la colonia, situadas entre un claro de arboles se encontraban las cajas de abejas, a buen resguardo de lluvia, viento y nieve.

La cajas no eran muchas, en realidad. Seis, siete tal vez.

Nikki nunca llegó a saber quien las había puesto ahí o quien se encargaba de ellas. Ignoraba también si obtenían de la cajas miel para venderla o para el consumo de la misma colonia, pero lo que no ignoraba es que tenia prohibido entrar al claro.

Ella y Carolina.

Sin embargo a Carolina esa advertencia no le importaba. Nikki sabia que ella acudía a las cajas de abejas casi dos veces a la semana desde hacia más de un año. Siempre se las arreglaba para salir y no ser descubierta. Nikki, por supuesto, estaba bajo amenaza. Si me sigues, o si mi papá o mi mamá se llegan a enterar –le había dicho – matare a tus barbies y quemaré la casa de tus Sweet Babies. Te lo juro. Nikki le creía. Su hermana era capaz, lo bastante capaz.

Pero esta vez iba a jugársela. Esta vez la curiosidad pesaba más que la seguridad de sus muñecos. Además, en cierta forma ya no le importaba tanto si su hermana cumplía la amenaza. A sus ocho años - según su abuela - ya estaba grande para jugar con esas cosas. Que Carolina quemara a las Sweet Babies si quería… esta vez, ella se iba a enterar de que era lo que hacia su hermana en los apiarios.

2.

Nikki volvió a su casa en la colonia exactamente para el cumpleaños de su hermana. Cuando llegó no vio nada muy diferente. Los prados continuaban bien cortados, las casas bien pintadas y la alberca llena de niños. En primavera la alberca siempre se llenaba. Nikki sonrió.

Su padre señalo hacia el lugar, mientras disminuía la velocidad del automóvil en que iban.

-¿Que te parece? ¿Traes tu traje de baño?

-No, creo que no. –contestó Nikki.

-Bueno, tendremos que comprarte otro. Recuérdale a Roberto que traiga el suyo.

-Rodolfo, papá. –aclaró Nikki con una sonrisa. – Se llama Rodolfo.

-Si, pues…avísale al Ruperto ese –su padre también sonrió.

Las casas de la colonia eran construcciones de madera al estilo de las del sur-este de los Estados Unidos, ya saben, blancas por fuera, con garaje y porche y un buen trozo de jardín rodeándolas. Todas eran así por que en esa colonia habían vivido antes los ingenieros norteamericanos, cuando aún eran ellos los que se encargaban de la mina. Todavía quedaban unos cuantos: El señor Faulkner, Mr. Reynolds, la señorita Petrucci, encargada del comedor de ingenieros y de la cocina del club (Nikki esperaba con ansia las Navidades solo por el pavo con greiby que preparaba ella). De cualquier forma el lugar no había cambiado mucho y continuaba con ese aspecto tranquilo y seguro que había tenido siempre. A Rodolfo le gustaría. Según él, no había nada mejor que las montañas y el bosque. Pues bien, desde la ventana del cuarto donde se hospedaría se podían observar muy bien las montañas, y si caminaba un poco tendría frente a si al bosque.

Pero eso no era nada por que lo mejor eran las tardes. Tardes de verano, serenas y silenciosas, con esas puestas de sol tranquilas que permiten escuchar el tenue silbido del viento en los arboles. Vaya, eso si que era romántico, pensó Nikki . Toda una oportunidad.

La casa de Nikki se ajustaba perfectamente al molde de las demás. Era de un solo piso, pero como estaba construida a desnivel, hubo la oportunidad de agregar unos cuartos en la parte baja, los cuales daban al jardín trasero y al garaje, donde su padre estacionó el automóvil

Nikki bajó del vehículo y caminó a la parte delantera de la casa, a través del jardín mientras su padre se desasía por bajar y cargar la gran cantidad de maletas de su hija.

-Ahorita te ayudo. – le gritó ella. – Primero quiero saludar a mi mamá.

Nikki encontró a su mamá esperándola en la puerta y después de saludarse y abrasarse dio un vistazo rápido a la sala.

-¿Y Carolina? –

-Aún no sale de trabajar. –dijo su mamá - Apenas son las dos y ella sale a las cuatro, igual que tu padre… ¿y sabes que? Mejor ve a ayudarlo porque aún tiene que regresar al trabajo.

-Ok. Ahorita regreso. – Nikki corrió hacia la figura sobrecargada de maletas de su padre.

-Oye Nikki, ¿desayunaste algo? ¿Tienes hambre? –preguntó su madre.

-No mamá, gracias. Comí un sandwish en el autobús…. A ver papá, préstame esta maleta y el neceser.

-No es necesario, yo puedo solo.

-Manuel. Deja que tu hija te ayude.

-¿Pero por que? ¡Si yo puedo con todo…!

3.

Nikki supo que Carolina estaba lista para ir al apiario porque la vio salir con su vestido azul y la lonchera de plástico en la mano. Nikki decidió que ese era el día correcto para seguirla. Y era el día correcto porque era un día especial. Tenía que serlo: Desde hacia dos días, Nikki había observado a su hermana arreglar y preparar todo, casi con el cuidado de un ritual. Había comenzado cuando fue su decimotercer cumpleaños. Saco del closet ese vestido que traía puesto y lo lavo y planchó ella misma para tenerlo listo precisamente para hoy, y en la mañana se había levantado temprano para prepararse dos sandwishes que guardaría en su lonchera. También esta era azul.

Nikki no supo que pretexto le dio a su mamá para poder salir tan temprano, pero el caso es que Carolina se fue como a eso de las nueve. Cinco minutos mas tarde salió también ella no sin antes dejar una nota en la mesa de la cocina: “Fui al Club por un Chocolate”.

Nikki dio un rodeo para llegar al apiario. No fue por la brecha principal, pensando que lo más seguro era que Carolina la estuviera vigilando. Corrió hacia la casa de los Faulkner, la ultima casa de la colonia y entró a su patio para cortar a la derecha en dirección a los zarzales y a los arboles. Calculó la forma de llegar. Caminaría en silencio y se colocaría detrás de uno de los arboles cubiertos de arbustos. Si tenía cuidado podría ver todo a la perfección y su hermana no notaría nada.

Fue entonces cuando algo en el suelo llamó su atención.

Un hilo cruzaba de lado a lado su camino. Era un hilo verde y fino que casi se confundía con la vegetación. Nikki se acercó con curiosidad y siguió el hilo con su mirada. El hilo iba a meterse exactamente entre un grupo de arbustos. De seguro alguien lo había amarrado ahí para algo. Caminó casi de puntillas hasta estos y escarbo con cuidado en ellos.

Efectivamente, de ahí estaba sujeto el hilo , pero lo más sorprendente era ver lo que estaba amarrado a las ramas de este. Eran cascabeles.

Y eran lo suficiente mente numerosos para alertar a alguien de la llegada de un intruso que topara con el hilo y moviera todo.

Carolina lo había preparado. No había duda.

Nikki salto con precaución por sobre el hilo y continuó caminando más despacio que antes, poniendo toda su atención en el suelo. Si ahí había encontrado uno de ellos de seguro debía haber más. Y si había más de seguro que también rodeaban toda el área.

Carolina estaba determinada a no ser descubierta.

Bueno… En ese casó Nikki también y su hermana no iba a detenerla.

4.

El infierno volvió poco después de las cuatro.

No era un secreto para nadie en la casa que Nikki y Carolina no se llevaban bien. Habían aprendido a tolerarse, pero hasta ahí.

A veces Nikki se sentía culpable por esta situación. Sabia de hermanos que no se llevaban bien entre ellos, pero no de hermanos que no se quisieran. Ella no quería a Carolina pero nunca se había atrevido a decírselo. De cualquier forma sabia que a ella tampoco le importaría.

En realidad no era culpa de Nikki. Generalmente su hermana nunca se había dado a querer. Siempre se le había presentado como calculadora y fría. Sus gustos y aficiones eran lo bastante distantes para permitirles no compartir nada.

Sin embargo Carolina no era una de esas chicas amargadas. Tenía su grupo de amigos nuevos y de años, y tenía una figura envidiable incluso para Nikki.

Eso tampoco era un secreto: La señorita popularidad siempre había sido Carolina. Su rostro fino y ovalado se enmarcaba bellamente en una cascada de cabello negro y brillante. Entre sus múltiples habilidades se contaba el ser una verdadera experta en maquillaje y en el flirteo encubierto. Desde que se acordaba, su hermana siempre había estado rodeada de chicos y de novios. En cambio Nikki solo tuvo a dos y uno de ellos porque no logró ligar con Carolina.

A veces pensaba que podía ser ese el motivo del desagrado hacia su hermana. Debían ser alguna especie de celos subconscientes.

No es que Nikki fuera fea o desagradable. No en lo absoluto… pero no era Carolina. No tenía su chispa con los demás, no contaba con esa personalidad mimética que podía tener pasmado a mas de uno. Carolina sabia como manejarse. Si se ponía lentes podía inspirar toda la intelectualidad del mundo, si se arreglaba el cabello de cierta forma podía pasar por el modelo de chica más juvenil del momento. Con este pensamiento en la cabeza, Nikki solía ponerse imaginariamente en el lugar de Carolina, pero descubría con sorpresa que lo que veía no la atraía. Y no la atraía por una cuestión básica: detestaba ser como su hermana.

Nikki siempre creyó que había algo de falsedad, algo que no era bueno detrás de ella. Parecía experimentar con todo y con todos. Si, tuvo novios y amigas a montones pero así como llegaban se iban y Carolina nunca dio muestra de que le importara. Parecía gozar con la ventaja de tener el control: Tu si, tú no.

Sin embargo a Carolina no le quedaba otra que tolerar a Nikki. Ella era su hermana, le gustara o no, y su casa también era la suya y viviría ahí porque su padre y su madre también eran los de ella. Así es que en realidad Nikki pasó a ser para Carolina una especie de “parte del mobiliario”. O al menos así lo sentía ella.

Si, había felicitaciones de su parte en los cumpleaños, besos y abrazos en las ocasiones especiales… pero no eran reales. Eran fingidos, mero tramite de vida familiar. Eran tan falsos como los billetitos de turista, sin embargo la falsificación era tan buena que podían pasar por ciertos delante de todos. Pero no delante de Nikki. Si Carolina tenía un extraño poder para hacer ver naturales y verdaderas esas muestras de afecto y atención, Nikki lo tenía para saber que eran solo mentiras.

No. Carolina nunca se lo había dicho, pero no había duda de que ella no le importaba, como de seguro tampoco le importaban ni papa, ni mamá, ni aquel chico trastornado que casi se mató por ella. Nikki podía sentirlo y de seguro Carolina podía percibir que ella lo sentía. Pero por supuesto, eso también la tenía sin cuidado.

Carolina dejo su bolsa de mano en la sala y después abrazó a su hermana como bienvenida.

-Te veo bastante diferente, Nikki.- dijo con una tranquila sonrisa. – Parece que te ha hecho bien el cambio de aires.

-Pues si, algo. Vengo más delgada, eso si. Pense que iba a engordar pero por lo visto no. – dijo Nikki, orgullosa.

-Todavía te falta, querida. Esperemos que mi mamá no lo eche a perder en estas vacaciones. ¿Por que no me acompañas a la cocina…? la que creo que si debe engordar algo soy yo

Nikki siguió a su hermana por la sala y cruzaron el pasillo de acceso a la casa hacia el comedor. Ahí había una puerta sin pestillo que llevaba directo hacia la cocina. Desde el mismo pasillo había también una entrada pero Carolina siempre había mostrado predilección en entrar por otra parte, gusto que su madre no compartía.

Carolina se dirigió al refrigerador.

-¿Y mi mamá?.- preguntó mientras daba una ojeada al interior del aparato.

-Fue al pueblo con mi papá hace ya un rato. Fueron de compras.

-Que bueno, porque aquí ya no hay nada. A ver… - Carolina saco una botella con leche y de la alacena empotrada en la pared un topperware con panes.

-No hay ququis. – dijo mirando adentró del toper.- Ni modo. Tomare esto. Volvió a centrar su atención en Nikki.

-Como te fue en la universidad, ¿eh? –

-Bien, no me puedo quejar. Este segundo semestre no fue tan pesado. Ya estoy más acostumbrada al ambiente, eso si.

Carolina sonrió con picardía.

-Ya me contó mi mamá que tan acostumbrada. ¿Si es cierto que vas a traer a tu novio?

-Si. – dijo Nikki.

Carolina no dejó de sonreír. Notó de inmediato en el “si” de Nikki aquel elemento de seriedad defensiva que tomaba su hermana a veces. Decidió continuar con el tema mientras se sentaba frente a la mesa a devorar su cena.

-¿Se llama Roberto, no? ¿Traes fotos de él?

-Rodolfo. – aclaró Nikki.- Estas igual que mi papá…

-¿Es el muchacho del semestre pasado, verdad?

-Si. Él es.

-¿Y se piensan casar?

-¿Que te pasa? Llevamos apenas 6 meses. Cásate tú.

-No puedo. Hay mucho trabajo en la oficina…

El sonido de un auto llegó del exterior.

-Ya llegó mi mamá. – dijo con un pedazo de pan dulce en la boca Carolina. – Ve a ver si trae Quequis…

-Ya mordisqueaste ese pan. Acábatelo.

Carolina negó con la cabeza.

-Me gustan más los quequis.- dijo.

5.

Lo único aceptable de la relación entre Nikki y Carolina es que esta ultima nunca había intentado fastidiar a su hermana de ninguna manera. No tenía por que. No valían la pena altercados con lo que uno considera insignificante.

De esa forma tenemos que las peleas entre ellas eran casi nulas, lo cual contribuía aún más a fortalecer la imagen de armonía entre las dos.

Hubo una época, sin embargo, en que Nikki temía acercarse a Carolina más que nada en el mundo. Intentaba que no pareciera así, porque sabia que si lo mostraba estaba perdida. Ese miedo a Carolina le duró casi tres años, durante los cuales se volvió un verdadero suplicio dormir en el mismo cuarto, vivir en la misma casa, estudiar en la misma escuela. Finalmente, sus esfuerzos por ocultar ese miedo fueron sepultando los recuerdos de aquella tarde en los apiarios de la colonia, cuando Carolina había cumplido trece años y cuando Nikki la había seguido sin que ella se enterara. Eso le permitió dormir un poco mejor por una larga temporada.

Sin embargo el miedo aún estaba ahí. Lo sentía de vez en cuando, revolcándose en su sepultura de tiempo, recordándole que nada de lo que había visto entonces era un sueño. Ahora, que si lo olvidaba, también estaba la miel de abeja para recordárselo…

Ningún cascabel había sonado. Ninguna trampa había tomado por sorpresa a Nikki. Y ahora ella se encontraba ahí, escondida tras un árbol, observando.

No podía decirse que hiciera mucho calor esa mañana por lo cual era fácil adivinar que el sudor que se pegaba en la ropa de Nikki se debía más a los nervios que a la temperatura.

Ahí estaba ella, mirando a su hermana comer un sandwich de queso, sentada en medio de las cajas de abejas, con una grupo de servilletas azules colocadas en el suelo como si fueran un pequeño mantel.

¿Para eso había puesto su hermana tantas trampas en el camino? ¿Para eso había Nikki arriesgado la vida de sus Barbies y la casa de los Sweet Babies? ¿Para ver a Carolina comerse un sandwich en el apiario? No. Nikki sentía que detrás de todo eso debía haber algo más. Algo que su hermana ocultaba de ella y de su familia, de todo mundo.

Carolina se levanto de repente y Nikki se sobresaltó. Afortunadamente aquel movimiento no significaba nada más que Carolina acabando de comer. La vio recoger las servilletas del suelo y colocarlas dentro de su lonchera azul para después ponerla sobre una de las cajas de abejas.

-“Todo azul”, pensó Nikki. El vestido, la lonchera, las servilletas…

Carolina sacó entonces algo de entre sus ropas. Nikki no lo pudo ver bien, pero parecía un encendedor. La colocó a un lado de la lonchera y después se dirigió a una de las cajas. Intempestivamente tomó de al lado de esta, una de las celdillas que se abrían como cajones de armario y una multitud de abejas se elevó por el aire con un zumbido fuerte y penetrante, como una ruidosa nube negra.

Nikki se asustó. Si Carolina no salía rápido de ahí las abejas iban a picarle por todos lados. Casi podía imaginársela en el suelo, retorciéndose y gritando bajo aquella multitud de furiosos puntos negros. Por un momento Nikki pensó en levantarse y gritar, alertarla. Pero extrañamente no se movió. Se quedó ahí, fría como hielo, observando a su hermana abrir más celdillas.

Carolina las abrió todas.

El ejercitó de enjambres zumbaba como cables de alta tensión y Nikki se encontraba aún ahí, con los ojos desorbitados, imposibilitada de moverse. Por su parte Carolina no daba indicios de sentirse preocupada. Hacia todo aquello con una tranquilidad pasmante, como si se encontrara arreglando su casa de muñecas. Lo más sorprendente llegaba ahora.

Carolina metió uno de sus brazos a una de las cajas y obtuvo algo de adentro.

Una abeja grande y gorda salió atrapada entre sus dedos. Aún a la distancia, Nikki pudo saber lo que era. El insecto se debatía entre los dedos de Carolina pero nada podía hacer. Alrededor de la niña, las abejas comenzaron a zumbar más fuerte, alarmadas.

Algo dijo Carolina a la abeja atrapada entre sus dedos que Nikki no pudo escuchar y acto seguido vio como su hermana, tomando el encendedor, prendía fuego a la abeja. El insecto se retorció y se convirtió en una bolita ardiente que Carolina aventó al suelo.

Abrió las cajas restantes de donde tomaba también una abeja en particular. Le susurraba algo y después le prendía fuego con el encendedor. Acabo así con siete de ellas.

Nikki no entendía que ocurría. ¿Por que quemaba su hermana a esas abejas? ¿Como era posible que estuviese ahí tanto tiempo sin que los insectos la atacaran?

Finalmente, Carolina volvió a la primera caja y obtuvo de una de las celdas otros pequeños insectos que colocó encima de las cajas. Apartó a siete y a las demás las aplasto con el puño y con una alegre furia que podía adivinarse en sus ojos. Las abejas zumbaron más y más fuerte mientras ella se sentaba en el suelo y colocaba a las siete restantes sobre su vestido azul. Esta vez su hermana dijo algo que Nikki si pudo escuchar.

-Abejas.- dijo.

-Hoy he decidido quienes viven y quienes mueren y ustedes viven para perpetuar la colonia. Aquello que yo no puedo hacer ustedes lo harán hasta el próximo otoño. Entonces volveré y les preguntaré: ¿Como esta mi pueblo? Y ustedes responderán… hasta entonces.

Norte, Sur, Este, Oeste

¿Que te han dicho las abejas, reina mía?: Deja que vuelen de mi palacio a la salida Que abre la puerta de los Señores del Otoño…

Con delicadeza, Carolina colocó a las nuevas abejas reinas en sus celdillas y comenzó a repetir la extraña cancioncilla que había declamado al principio.

Cuando acabó se colocó en medio de todas las cajas y finalmente, con una sonrisa, extendió los brazos. La nube de abejas se abalanzó, casi voraz, sobre el cuerpo de Carolina y la cubrió por completo hasta dejar solo una estatua negra forrada de un caos de insectos exitados que zumbaban como locos. Algo parecido a palabras se formó enmedio de ese zumbido, pero eso Nikki ya no pudo escucharlo. Para entonces, corría lejos del apiario, lejos de su hermana y de aquel mundo de abejas. Dentro de aquella escultura de insectos, Carolina debía continuar sonriendo.

6.

Los Señores del Otoño estaban por llegar una vez más.

Así lo habían hecho año tras año. Siglo tras siglo. Habían llegado siempre, sin falta, incluso antes de que el hombre fuera algo de lo que hoy es.

Carolina conocía a los Señores del Otoño. Los oía hablar en medio murmullo del viento, en forma del movimiento en las hojas de los arboles, en el crepitar de la madera de la casa, en las figuras de luz del atardecer, y especialmente en el zumbido de las abejas.

Era ahí donde los oía mejor.

Al principio no sabia quienes eran ellos, hasta que leyó un viejo libro de poemas que había pertenecido a su madre. En ese lugar encontró la respuesta en forma de un pequeño estribillo que terminaba firmado como “Ronda Infantil”.

Carolina supo de inmediato que no era una ronda infantil. Lo supo porque cuando lo leyó, los Señores del Otoño sisearon, murmuraron y se movieron como víboras atizadas por un palo.

Ese fue el día en que se derrumbó la mina. Hubo casi 25 muertos y muchos heridos en el desastre. Por supuesto que solo Carolina sabia quienes habían sido los que causaron todo aquello. Habían sido los Señores del Otoño, que le decían: “Carolina, somos nosotros y ya te hemos oido”…

Rodolfo llegó dos semanas antes del arribo de los Señores de Otoño.

Carolina notó que no era un chico excepcional, pero era simpático y agradable. Cuando llegó, se presentó y saludo a todos de mano. A Carolina también.

-Casi vamos a celebrar nuestro cumpleaños el mismo día.- dijo Rodolfo

-¿De verdad? Que bien… ¿Y que día cumples tu años?

-Exactamente tres días después del tuyo. – contestó.

Nikki vio a su hermana sonreír con ese gesto tan encantador que podía volver loco a cualquiera.

-Perfecto.- dijo.- Naciste en un día muy especial.

-¿Vaya? ¿Si?

-Así es. Y creo que lo vamos a pasar muy bien.

Fue en ese momento cuando Nikki percibió algo fuera de lo común en el comportamiento de su hermana, algo que la inquietaba en sobremanera. Carolina no lo había hecho nunca antes, pero Nikki supo de inmediato que su hermana estaba a punto de interesarse por alguien y ese alguien era sin duda Rodolfo.

¿Pero por que?

Si Nikki lo hubiera pensado con más cuidado se hubiera dado cuenta que uno de los cumpleaños tenía mucho que ver con un día en especial. Aquel día en que siguió a su hermana a los apiarios. El día de las abejas…El día de la llegada de los Señores del Otoño.

7.

Después de aquel día, Nikki enfermó. De hecho enfermó esa misma tarde. No podía parar de temblar y estaba pálida como un hueso. Su madre le tomó la temperatura y se alarmó al ver el termómetro. Para las 10 de la noche, Nikki ya estaba en el hospital.

Pasó ahí tres días con una fiebre que se negaba a bajar. Cuando volvió se negó a dormir en otro lado que no fuera el cuarto de su mamá, así que su padre se fue a dormir con Carolina.

Nadie sospecha de un niño enfermo y Carolina tampoco lo hizo. Pero un niño no esta enfermo por siempre y tampoco puede dormir en la cama de su madre todos los día y en poco tiempo Nikki tuvo que enfrentarse al hecho de que volvería a dormir en el cuarto con su hermana.

Un miedo terrible se apoderaba de ella cada vez que veía a Carolina, cada vez que esta le hablaba. ¿Como podría dormir ahí, con ella?

De ahí en adelante la vida se convertiría para Nikki en un verdadero infierno que mantendría oculto por tres largos años…

La madre de Nikki colocó el plato de los Hot-cakes delante de su hija y se enteró de que faltaba miel y mantequilla.

-Soy una tonta .- pensó y fue a buscar el frasco de la miel a la alacena. Sin fijarse lo puso delante de su hija y se dirigió, sin mirarla, al refrigerador.

-Ayer tuviste pesadillas, mi vida. – dijo mientras observaba dentro. -Recuérdame que hoy en la noche te prepare de un té para que puedas dormir a gustó. Ya no puedes faltar más a la escuela….

No encontró la mantequilla. ¿Donde demonios podía haberla dejado? Nikki no contesto nada. “¿Estará en el congelador?”…

-Hoy vas a dormir ya en tu cuarto, así que prepara tus cosas para mañana y déjalas en las silla, ¿Si, Nikki?

Nikki no le contestó.

-Pues no… no esta aquí la mantequilla. –se dijo a si misma y cerró la puerta del refrigerador. Fue entonces que miró a Nikki. Estaba inmóvil, clavada como estaca, con la cara desarmada y los ojos abiertos como platos, las manos encrespadas sobre el mantel.

-¿Nikki? ¿Nena?

Las lagrimas se le deslizaban por las mejillas sin parar como diminutos arroyos, mientras su respiración se entrecortaba con pequeños espasmos. Corrió hacía Nikki

-¿Nena? ¿Nena? ¿te pasa algo?…nena…

Nikki explotó.

Gritó y gritó y dejó correr su miedo por todo el cuerpo con temblores fríos y entrecortados mientras tiraba histérica de la mesa los Hot-Cakes, la vajilla, los vasos y un gran frasco transparente de miel de abeja que fue a impactarse con el suelo.

De entre todas las cosas, esa ultima era la única que Nikki verdaderamente quería arrojar lejos, muy lejos de ella…

El cambio de cuarto tuvo que posponerse por una semana más.

8.

La sospecha de Nikki se convirtió en certeza una semana antes del cumpleaños de su hermana. No había duda de que Carolina había tomado un inesperado interés en su novio.

Al principio supuso que debían ser figuraciones suyas, pero poco a poco fue dándose cuenta de las tretas de Carolina. Conocía sus modos, había vivido con ella más de 18 años.

Lo que más le molestaba es que Rodolfo se veía cada vez más y más atraído. Acompañaba a su hermana al pueblo o a caminar. Hablaba mas con ella que con la propia Nikki. Las tardes casi parecía reservárselas a Carolina.

Había que esperar a su hermana para todo.

Lo peor es que incluso su familia comenzaba a notar esta situación. Su padre por supuesto que no iba a decir nada mientras Rodolfo continuara en la casa, pero la cuestión debía detenerse ahí. De nada servia hablar con Rodolfo. El lo negaría todo.

No. El problema había que arreglarlo con Carolina.

-¿Que estas buscando con él?- Nikki entro de lleno al asuntó.

-¿Que que quiero de que? .- preguntó extrañada Carolina.

-No finjas conmigo. No soy ciega, ni tonta. Has estado engatusando a Rodolfo desde que llegó a la casa.

Carolina la miró con una de esas sonrisas despectivas que tan bien sabia hacer.

-¿Estas loca o que? No se a que demonios te refieres.

-Nunca te habías metido en mi vida, ¿por que lo haces ahora?.- continuó Nikki.

Ambas se encontraban solas, sentadas en las mesas de metal frente a la alberca de la colonia. En otoño, la alberca de la colonia es un lugar solitario. Ya nadie va a nadar de noche y el lugar permanece en calma . Carolina, con tranquilidad, tomo un cigarro de su bolsa de mano y se lo llevó a la boca.

-Déjame decirte algo, hermanita y ahí vamos a zanjar la cuestión. Tu novio no me interesa en lo absoluto. No solo es cuatro años menor que yo, sino que además no le encuentro ningún interés…

-Eso es mentira. De ser así no le harías el menor caso, pero le pides que te acompañe a todos lados y te pasas las horas platicando con él ¡Dios mío, si hasta mis padres están preguntándose que pasa! Rodolfo esta vuelto loco contigo…

Carolina se encogió de hombros.

-¿Pues que pretendes?

-No pretendo nada, niña estúpida.- dijo duramente Carolina. – Yo no le he dado alas a tu novio. Si el ha decidió algo ha sido por cuenta de él. A propósito, no lo veo, donde lo dejaste.

-Me las arregle para que acompañara a Gustavo al pueblo.

-¿Le pediste a Gustavo que viniera por él solo para hablar conmigo?

-Imagínate…¿para que son entonces los amigos?

-Ay , hermanita. Deberías tener tu propia telenovela.

-Y tú, tu propio novio.

Carolina quedo muda por unos instantes. Después sonrió.

-Eres una imbécil. – murmuró.- No sabes ni lo que dices.

-Puede. Pero yo no tengo la culpa de que quieras desquitar tus frustraciones conmigo. Si quieres un novio, búscatelo, pero no lo intentes con el mío.

Carolina rió con verdaderas ganas y Nikki sintió que una mano de fuego se cerraba sobre su nuca. Comenzaba a enojarse de veras.

-Mira, niña. En primer lugar quiero que sepas que me tiene sin cuidado lo que tu pienses o creas que yo hago. En segundo lugar yo no me siento frustrada por nada. Si yo no me fui a estudiar y me quede trabajando como secretaria en esta empresa fue por decisión mía. No me faltó dinero para irme. No me fui porque no quise.

-Aja. Por esa razón tuviste que enterrarte aquí con ese montón de rancheros del pueblo. Si quieres fastidiarte, hazlo con tu vida, no con la mía.

Carolina miró fijamente a Nikki. Ella no rehuyó la mirada. Entonces, como rayo, Carolina atrapo el rostro de su hermana con una de sus manos y lo apretó con fuerza.

-No tienes ni idea de lo que yo hago aquí, estúpida.- le dijo. El tono de su voz ya no era sarcástico, sino amenazador.- Y deja de estarme chingando por que te aseguro que te vas a arrepentir.

-“Aja” – pensó Nikki con furia .- “Mataras a mis Barbies y quemarás la casa de los Sweet Babies… lárgate a la fregada”.

De un golpe le arrebató la mano de su cara.:

-Cuidado con lo que haces, babosa. Ya no te tengo ningún miedo. Si quieres acostarte con alguien ve y acuéstate con tus abejas…

Cuando Carolina oyó esto quedó fría, estática como piedra.

-¿Que dijiste? – preguntó en un hilo de voz.

Nikki sintió como algo muy parecido al miedo, le subía por las piernas y por la espina dorsal.

-¿Que dijiste? .- repitió Carolina con furia.

-Nada. No dije nada. – Nikki intento mantenerse serena, pero se sentía de nuevo como esa niña de 8 años, impotente, incapaz de defenderse de la furia de su hermana.

-Lo sabes, ¿Verdad? .- Sentenció la otra. – Lo viste todo, ¿No es así?.

-No se de que estas hablando.- balbuceó Nikki. Pero ya era imposible pretender ocultar lo que su hermana acababa de descubrir.

Carolina le dirigió otra mirada, está ya no tanto de reproche, sino de sorpresa. Su siguiente reacción consistió, sorprendentemente, en volver a la normalidad. Una tranquilidad helada se posesiono del cuerpo de Carolina y esta recogió del la mesa sus cigarros y su bolso. Se levantó y sin decir nada más, caminó fuera de la malla de protección, en dirección a su casa.

Nikki, temblando, se quedó ahí, sola, viendo a su hermana alejarse cada vez más en la noche.

9.

Feliz Cumpleaños Carolina.

Gracias Papá, Gracias Mamá. Gracias Nikki.

Ten, te traje este regalo.

Gracias Nikki. Yo también tengo uno para ti…

10.

La fiesta de Carolina duro casi toda la noche, pues los muchachos invitados se fueron de la casa como a eso de las 5 de la madrugada. La familia cansada, se fue a dormir a sus respectivos cuartos. Nikki camino hacia el suyo con el velo del sueño en sus ojos. Rodolfo también se retiró a los cuartos del desnivel, detrás del jardín. Nikki no supo que había sido de Carolina.

Agotada, cambió su ropa por una pijama y se dejó caer sobre su cama.

Unos pequeños e insistentes golpes en la ventana de su cuarto impidieron que cerrara sus ojos en ese instante . Algo se estaba impactando contra la ventana. ¿Piedritas?.

No.

-Palomillas -pensó -Eso son.

Nikki sintió que los párpados se le cerraban y sin más cayó en un profundo sueño que estuvo salpicado del sonido de gruesas gotas de agua cayendo a su alrededor.

Tip , tap, tip, tap, tip, tap , pak, pak pak…

Los primeros rayos de sol siempre entraban primero por el cuarto de Nikki.

Como a eso de las diez, uno de ellos pegó de llenó en su rostro, despertándola.

Nikki abrió sus ojos todavía con bastante pesadez y se decidió a permanecer en cama por lo menos otros 15 minutos.

No, si lo hacia, no se levantaría hasta la una.

Retiró sus cobijas e hizo un esfuerzo supremo para levantarse. Lo logró sentándose en la cama y su rostro quedo mirando directo a la luna de su buró. Tenía que bañarse.

Se levantó y se dirigió a la puerta de su dormitorio rodeando su lecho, pero antes de salir, se detuvo. Extrañada por algo que no alcanzaba a captar bien, decidió pasar su mirada por todo su cuarto: No, ahí dentro todo esta bien. Ahí dentro.

Dirigió su vista a la ventana. Algo así como granizo negro tapizaba la parte baja del cristal. Nikki se acercó con lentitud y recordó las palomillas de la madrugada. La piernas le comenzaron a temblar. De hecho ya sabia que aquello en la ventana no eran palomillas muertas. Palomillas podian haber sido unas dos o tres, no docenas. Aquellas eran abejas.

11.

El segundo regalo que Nikki recibió, lo recibió dos días antes del cumpleaños de Rodolfo.

Nikki estaba de paseo con él, intentando ocultar sus miedos interiores. No lograba olvidar el espectaculo que había encontrado bajo su ventana. Todas aquellas abejas muertas, impactadas en el vidrio.

-Rodolfo.- dijo Nikki.- Quiero que me hagas un favor.

-¿Si? ¿cual?- dijo él.

-Quiero que te vayas mañana, muy temprano.

-¿Que? -Rodolfo miró con sorpresa a Nikki y detuvo la caminata -¿Pero …porqué? ¿He hecho algo, acaso?

-No…no, pero es creo que es importante que pases tu cumpleaños con tus padres. Rodolfo sonrió.

-Gracias, Nikki, pero de verdad no lo creo necesario. De hecho ellos ni siquiera estarán en casa para esos días. Sabían que me encontraría aquí.

Nikki supo de inmediato que cualquier pretexto por ese lado estaba descartado. Debía actuar directamente.

-Escúchame Rodolfo …vas a creer que soy una tonta, pero de verdad…No quiero que estés aquí para el día de tu cumpleaños.

-Que extraño. ¿Me quieres correr?

-No es eso.

-Entonces…

-¡Por el amor de Dios, tu solo hasme ese maldito favor…! ¿Que te cuesta irte?

Rodolfo se detuvo y la miró seriamente intrigado. Se notaba que no sabia que decir. Finalmente habló.

-Pues, bien… me iré si quieres. Pero no entiendo que…

Nikki colocó su dedo índice sobre la boca de aquel.

-Chitón, -dijo- No más preguntas por ahora. ¿De acuerdo?

Rodolfo asintió de mala gana.

-Vamos.- dijo ella.- Es hora de volver a la casa.

Nikki se encontró con una desagradable sorpresa cuando regresó. Una gran cantidad de vecinos se encontraban ahí, en el patio trasero de su casa y la pipa roja de la compañía también. Nikki se soltó de la mano de Rodolfo y corrió hacia su casa. Él la siguió.

Afuera estaba mamá

-¿Que pasó?, mamá …¿Que pasó? – Nikki sentía las piernas como gelatina.

-Calma cariño, ya controlamos toda la situación. Se encendió uno de los cuartos de abajo. Pero ya logramos apagarlo.

Rodolfo llegó a tiempo para oír esta explicación.

-Oh no…- exclamó.- ¿El mío?

La madre de Nikki asintió.

-No, no note nada raro. – balbuceó.- Señora, le aseguro que nada de esto tiene que ver conmigo, yo ni siquiera fumo.

El padre de Nikki llegó en ese instante. El carro se estaciono de golpe frente a la casa y de el bajaron él y Carolina. No podía negarse su cara de preocupación.

-Norma, - dijo él.- ¿Estas bien? ¿Que pasó?

-No lo se. Esto comenzó a arder. Todos lo muebles de abajo y lo que guardábamos en el otro cuarto están achicharrados por completo. El incendió no llegó a las plantas de arriba gracias a la estructura de concreto del techo, pero te aseguró que poco faltó.

Carolina miró con sorpresa el lugar. Parecía verdaderamente preocupada. Nikki sabia que solo lo parecía.

Entonces, una idea cruzó por su mente y sin pensarlo dos veces entro por el boquete negro que había sido la puerta de acceso a los cuartos.

Su padre alcanzo a verla.

-Nikki.- le gritó.- No. Sal de ahí. Ven para acá.

Rodolfo, sintiéndose culpable se dio a la tarea de ir por ella de inmediato

-Nikki. – dijo. - ¿Donde estas? ¿Que crees que estas haciendo?

La encontró en el cuarto contiguo, de pie frente una especie de amasijo rosa situado en medio medió del cuarto.

-¿Para que demonios entraste? – Rodolfo vio que Nikki tenia toda su atención puesta sobre ese desecho de plástico en el suelo y se volvió de nuevo hacia ella.

-¿Que esta pasando?.- preguntó y le tomó el brazo .- Vamonos de aquí.

Nikki se negó a moverse por un instante.

-¿Que te pasa? Este lugar es peligroso, vamonos.

Nikki señalo aquello en el suelo. Rodolfo lo miró una segunda vez

-¿Si? ¿Que tiene?, vamonos ya.

-Esa.- dijo ella.- Es mi casa de los Sweet Babies…

12.

La madre de Nikki y Nikki llevaron a Rodolfo a la estación de camiones al día siguiente en la mañana

-Lo siento mucho, señora. – dijo aquel. Estaba verdaderamente compungido. Se sentía tan culpable como si de verdad hubiese sido él quien prendió fuego a los cuartos.

-No te preocupes Rodolfo. De hecho me siento muy tranquila de que no hubieses estado ahí en ese momento…imagínate, ¿Que explicación le hubiera dado yo a tu mamá si algo te hubiera pasado?

-Afortunadamente no le ocurrió nada a nadie, - dijo Rodolfo. Después se dirigió a Nikki. – Pues…creo que nos vemos entonces en tres semanas más.

-Así es.- Asintió ella con una sonrisa.- Cuídate mientras tanto.

Se despidieron con un beso y Rodolfo subió al autobús.

-Agradécele a tu papá de mi parte, por favor. Y despídeme de Carolina también.

-Claro. – dijo Nikki. – Yo te despediré.

Nikki y Rodolfo se dijeron adiós por la ventanilla del vehículo y este partió para perderse lejos, en la carretera.

13.

Carolina se vistió completamente de azul, como lo hacía ese día de otoño de todos los años. Se levantó temprano, se preparó café y pan tostado para desayunar, y terminando salió de su casa con dirección a las cajas de abejas. Sabia que hoy, como ocurrió alguna ves hacia ya mucho tiempo, Nikki la seguiría.

La diferencia estribaba en que ahora ella la estaría esperando. Lo que le paso a la casa de los Sweet Babies no seria nada comparado a lo que le pasaría a Nikki… ella se lo había buscado. Se lo había dicho. Se lo advirtió.

Su hermana iba conocer hoy el rostro mas cruel de los señores del otoño.

Fue entonces cuando el pie de Carolina topó con un hilo oculto en el suelo del sendero haciendo que docenas de campanitas sonaron como locas desde un arbusto. Reconoció de inmediato el tintineo de los cascabeles, un método para avisarle con tiempo que alguien se acercaba. Solo que esta vez ella no había colocado esa alarma…

-Hola hermana.- dijo desde el claro la voz de Nikki – Te estaba esperando…

14.

El año en que se incendió el apiario fue un mal año para los Señores de Otoño. Cuando llegaron no había más que cenizas en el lugar donde debía estar el “pequeño pueblo”. En su lugar encontraron una gran una mancha negra con olor a gasolina que se extendía incluso un poco más allá alcanzando algunos arboles. Cuando arribaron a el sitio todavía quedaba alguna de aquella gente que había ido a apagar el incendio; hombres, mujeres, niños, moviéndose como hormigas curiosas.

Solo que esta vez ninguno de ellos estaba ahí para esperar su regreso. Ninguno de ellos reparó en su presencia ni los oyó llegar, pues para los hombres, los Señores del Otoño solo están hechos de viento, crujido de hojas secas y el movimiento de la hierba.

Si. Todo lo que habían esperado, lo que habían conocido ya no se encontraba ahí. El fuego había hecho su labor purificadora con bastante destreza, borrando incluso los signos más ocultos en el suelo de la tierra y en las raíces de los arbustos.

Los señores de Otoño sisearon y se retorcieron como víboras porque ya no habría donde anidar, porque ya no existía mas su santuario…

Furiosos, los Señores de Otoño decidieron buscar a la niña azul que debía cuidarlo.

15.

La encontraron tendida en una cama de hospital. Su cara y su cuerpo estaban surcados por las marcas que deja el fuego cuando decide devorarlo todo.

Sin duda se había arrojado a él cuando este comenzó su labor de extermino. Tal vez había intentado detenerlo para salvar al “pequeño pueblo” antes de que lo consumieran las llamas. No lo logró.

Ahora lo pagaba con un cuerpo lleno de vendas, dolores bestiales y una serie de tubos conectados a su interior por la nariz, la boca, los brazos.

Sumida en su mundo de tinieblas Carolina pudo saber entonces que ellos estaban ahí con ella…y pudo saber también que cosa habían ido a reclamar.

-¡Intente impedirlo! . – Suplicó en pensamientos, angustiada. – Se los juro. Intente impedirlo…pero la maldita lo hizo…¡lo hizo!

Norte, Sur, Este, Oeste

¿Que te han dicho las abejas, reina mía?: Deja que vuelen de mi palacio a la salida Que abre la puerta de los Señores del Otoño…

-¡De verdad! Deben Creerme… siempre les he servido. He dicho las palabras y he dibujado los signos…¡No pueden hacerme esto!

Abejas. Hoy he decidido quienes viven y quienes mueren y ustedes viven para perpetuar la colonia…

-Denme una oportunidad. Puedo arreglarlo todo… ¡Por favor!

Aquello que yo no puedo hacer ustedes lo harán hasta el próximo otoño. Entonces volveré y les preguntaré: ¿Como esta mi pueblo? Y ustedes responderán…

-¡Por favor! ¡Por Favor! ¡Por favor!

Será pues, hasta entonces …

Una lagrima de miedo y angustia se deslizó, suplicante, como un pequeño arrollo por la mejilla de Carolina Pero por supuesto… nada de eso les importo a los Señores de Otoño.

FIN